不知火 Shiranui - Cap 1.

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不知火 - SHIRANUI
🌙
Capítulo 1: El Fuego Desconocido
Capítulo 1: El Fuego Desconocido
La misión era un susurro envenenado, un espejismo de simplicidad en un mundo donde nada lo era. Una ciudad olvidada, ahogada en su propia ruina, aguardaba a Yuta Okkotsu. Sin testigos. Sin huellas. Solo el filo de su katana, besando la penumbra.
A sus veintidós años, Yuta era un espectro forjado en acero y sombra, heredero de un legado que lo encadenaba. En su pecho ardía la chispa de Maki, un amor que titilaba como una vela en la tormenta, pero bajo esa luz yacía una fractura, una cuerda rota que vibraba en el silencio. La caída de Gojo, su maestro, lo había dejado solo bajo un cielo que no perdonaba. Había liderado hechiceros errantes, cazado maldiciones en tierras lejanas, pero Japón lo llamó de vuelta, a un trono que nunca quiso. El reposo era un lujo vedado; misión tras misión, su espada danzaba en carne maldita, un ritual para acallar el vacío que lo roía. Sabía que erradicar las maldiciones era un sueño roto, pero detenerse era traicionarse.
La pérdida no gritaba; rezumaba. Rika, su amor maldito, y Gojo, despedazado como papel por una fuerza imposible, eran fantasmas que pesaban en su alma. ¿Cuánto más podría cargar antes de quebrarse? Lo sentía en la nuca: un aliento helado, el crujir de una puerta que se abre sola en la noche.
La ciudad muerta lo recibió con un frío que mordía. La lluvia tejía un velo gris sobre calles de agua turbia, espejos rotos de un mundo exánime. El secreto de las maldiciones ya no lo era; la verdad se había filtrado como sangre entre dedos temblorosos. Los hechiceros eran faros en una tormenta sin fin, guardianes de una ruina que la humanidad alimentaba con su miedo.
Yuta avanzó, cada paso un eco en la bruma. La katana a su espalda pesaba más que el metal: un ancla de recuerdos, de Maki, de todo lo que aún podía perder. Los informes eran fríos: “Presencias malditas. Nivel inestable. Riesgo elevado.” Limpiar. Informar. Volver. Simple. Pero sus huesos susurraban que el abismo lo esperaba.
Una chispa extraña perforó la frialdad de su rutina. Una figura, frágil como un sueño, estaba acuclillada junto a un charco que temblaba bajo la lluvia. Un haori rosa, vibrante contra el cielo plomizo, desafiaba el olvido; su cabello, negro como tinta fresca, rozaba el suelo con un susurro líquido.
—“¿Una civil?” —murmuró Yuta, el ceño fruncido, el corazón titubeante. Dio un paso, la voz firme—. “¡Oye! No es seguro estar aquí.”
Ella ladeó la cabeza, y sus ojos lo encontraron: ámbar con vetas rosadas, brasas de un fuego imposible. El aire se espesó, un instinto gritó en su interior, pero sus pies no retrocedieron.
—“¿Eres un hechicero?” —preguntó ella, su voz un susurro de seda, un canto que olía a cenizas y flores marchitas—. “¿Cómo te llamas?”
—“Yuta Okkotsu” —respondió, el tono afilado, aunque un escalofrío lo recorrió—. “Y tú no deberías estar aquí. ¿Qué haces sola?”
—“Y el mío es… Shiranui” —dijo, su nombre un verso roto, un eco de tormenta y sakura—. “Espero a unos amigos. No han llegado.” Mintió.
Yuta frunció el ceño. Civiles imprudentes no eran raros, pero algo en ella era... equivocado. —“¿Aquí?” —su voz destilaba sospecha—. “Esta zona está infestada.”
—“Lo sé” —respondió, levantándose con una gracia que desafiaba la gravedad, su haori ondeando como un suspiro—. “Queríamos ver una maldición.” Volvió a mentir.
—“Tienes amigos necios” —gruñó Yuta, la furia apretando su pecho—. “Podrías morir.”
Ella alzó la mirada, sus ojos lunas rotas. —“La vida es impredecible” —dijo, su voz suave pero afilada—. “Ayúdame a salir, Yuta.”
No era una súplica, sino un mandato envuelto en fragilidad. Su corazón latió con fuerza, atrapado en su dualidad: cristal frágil, dinamita encendida. —“Te sacaré” —dijo, extendiendo la mano.
Ella la tomó, sus dedos fríos como hielo, un toque que atravesó su carne y rozó algo más profundo. El mundo titiló, como un sueño a punto de desvanecerse.

Entre Sombras y Charcos
Los pasos de Yuta rompían el lamento de los charcos, cicatrices de agua sucia en el asfalto. Las maldiciones acechaban, un zumbido que arañaba su alma, pero no atacaban. Se deslizaban hacia las sombras, como si temieran algo que no era él.
Shiranui caminaba a su lado, su gracia un desafío al caos. Su mano, fría y suave, era un ancla en la tormenta. Yuta la miraba, atrapado en su sonrisa, un reflejo de luz que lo cegaba. —“¿Cómo pensabas salir de aquí, Shiranui?” —preguntó, un calor subiéndole por el cuello—. “Por cierto... que lindo nombre.”
Ella cubrió su boca con la manga de su haori, un gesto que destilaba elegancia. —“No lo sé” —susurró, su voz un hilo coqueto—. “Supongo que te esperaba a ti, Yuta. ¿Mi héroe?”
El rubor traicionó a Yuta. —“Solo hago lo que debo” —respondió, mientras su aroma, sakura y tormenta, nublaba sus sentidos. Sus pasos se ralentizaron, queriendo eternizar su roce. Maki, su deber, las maldiciones... todo se desvaneció. Solo ella existía.
Pero algo estaba mal. Las maldiciones huían. Yuta se detuvo, el cuerpo tenso. —“¿Qué pasa?” —murmuró, mirando a su alrededor, giró hacia Shiranui. Su sonrisa era un lago envenenado, hermosa y letal.
—“¿Te preguntas por qué huyen?” —dijo ella, su voz un susurro íntimo.
—“¿Tú puedes verlas?” —preguntó, los ojos entrecerrados—. “¿Eres una hechicera?”
Una risa baja, como una campana rota, escapó de sus labios. —“¿Hechicera? No exactamente.”
Yuta soltó su mano, retrocediendo. Los charcos no reflejaban sus pasos; sus getas flotaban, impecables. —“¡Maldita sea!” —escupió, furioso consigo mismo—. “¡Fui un estúpido!”
—“¿Qué ocurre, Yuta?” —preguntó ella, su voz un anzuelo teñido de melancolía.
La energía maldita de Yuta estalló. —“¡Muéstrate!” —rugió, desenvainando la katana.
—“¿Mostrarme? Ya me ves” —respondió, serena.
—“¡Tu verdadera forma!” —exigió, el corazón atrapado entre rabia y un anhelo confuso.
Su piel palideció, un alabastro que desafiaba la vida. Cuernos retorcidos brotaron como ramas malditas. Sus ojos, ámbar y rosa, brillaban con diversión y tristeza. —“Esta es mi forma, hechicero” —dijo, su risa un eco de tragedia—. “No hay otra.”
Yuta apretó la katana, pero no sentía amenaza en ella. Su instinto gritaba peligro, pero su corazón susurraba otra cosa. Quería blandir la espada, pero también caer en sus ojos. El viento sopló, y los pétalos marchitos bajo sus pies se deshicieron en cenizas rojas, impregnadas de muerte y promesas rotas.
—“¡Pelea!” —rugió, lanzándose hacia ella, la katana trazando arcos de furia. Pero cada golpe se deshacía en el aire, como si ella fuera niebla. —“¿Qué eres?” —jadeó.
—“No esquivo” —susurró ella, danzando etérea, su haori ondeando como alas rotas—. “Simplemente no estoy.”
—“¿Me estás probando?” —escupió, la katana temblando.
—“Jamás te subestimaría” —dijo, su voz un hilo venenoso—. “¿No lo sientes? No soy tu enemiga. Soy algo más, Yuta”
Una maldición emergió, un amasijo de garras y malicia. Yuta se interpuso, instinto sobre razón. —“¡Aléjate!” —ordenó, aunque sabía que ella no necesitaba protección.
Shiranui rozó su brazo, un toque ardiente. —“No necesito que me salves” —murmuró—. “Pero me gusta que quieras hacerlo.”
Por un descuido y distracción irracional, la maldición rasgó su mejilla. Yuta respondió, la katana cortando con un crujido nauseabundo. Cuando cayó, giró hacia Shiranui. Sus ojos brillaban con un hambre que lo estremeció. —“Eres extraordinario” —dijo ella—. “Pero luchas por un mundo que no te ve.”
—“¿Qué quieres decir?” —exigió, la katana goteando sangre negra.
—“Luchas por todos” —susurró, sus dedos rozando el aire cerca de su corazón—. “¿Pero quién te salva a ti?”
Las palabras cortaron más que la garra. Yuta apretó los dientes, el peso de Maki aplastándolo. —“Es lo que soy” —dijo, la voz un corte en su propia carne.
—“Y tú…” —susurró Yuta, atrapado entre la ira y un tenue alivio—. “¿Qué demonios eres?”
—“La que desnuda tu alma” —respondió ella, avanzando un paso, sus getas apenas un eco en la penumbra—. “El peso que arrastras… el vacío que devoras en silencio.”
Sus ojos, ámbar y rosa, se inclinaron hacia la maldición muerta a los pies de Yuta; del cuerpo desgarrado emanaba aquel líquido negro, espeso como brea.
—“…un vacío que pretendes saciar con sangre.” —alzó lentamente la mirada, hasta clavarla en la de él.
Yuta sostuvo ese encuentro. En sus pupilas ardía la inquisición de Shiranui, una luz que desgarraba más que cualquier filo.
—“¡Detente…!” —gruñó, alzando la katana como quien levanta un juramento—. “No sabes nada de mí.”
—“¿No?” —susurró ella, rozando la distancia de un aliento; su aroma era una marea que lo envolvía, dulce y venenosa—. “Entonces dime… ¿por qué tu corazón clama, queriendo rendirse en mis manos?”
—“Porque eres un enigma que no debería existir” —respondió Yuta, cada palabra como un latigazo contenido—. “Y debo borrarte de este mundo.”
Había enfrentado incontables maldiciones en su vida; todas sombras, todas bestias que solo ansiaban devorar. Pero jamás una como Shiranui.
Ella era un espejismo de belleza impía: una mujer de facciones exquisitas, con una mirada capaz de encadenar el alma y un cabello oscuro como la medianoche, cuyo brillo se derramaba sobre su piel pálida, tersa y fría como terciopelo en una tumba.
Yuta no comprendía cómo podía ser posible que esa maldición lo sedujera más que lo amenazara, cómo lograba romper sus defensas sin blandir un arma. Sabía que podía acabar con ella, que bastaba con desearlo… pero el verdadero conflicto era que no quería hacerlo. No todavía.
No hasta descubrir qué abismo habitaba en sus entrañas, qué secreto portaba ella que ninguna otra criatura jamás había tenido.
Ella extendió la mano, un gesto delicado, una ofrenda al cielo roto. —“Hanagumori.「花曇り」 (Cielo nublado de cerezos)”
Un velo gris violáceo engulló el cielo. Pétalos negros, terciopelo de medianoche, cayeron lentos, eternos. El aire se volvió denso, dulce, cargado de amenaza. —“¿Una ilusión?” —murmuró Yuta, el mundo desvaneciéndose en un sueño.
—“No exactamente” —respondió ella, girando entre los pétalos como una deidad olvidada—. “Las flores cortan. Pero solo si dudas.”
Un pétalo rozó su piel, y el dolor llegó, un corte fino. Una gota carmesí trazó su rostro. —“¿Qué clase de maldición eres?”
—“Una que no nace del odio” —dijo, su voz un susurro de cenizas y promesas—. “Sino de algo más bello. Si no anhelas herirme, no te tocarán.”
Bajo la lluvia de sakuras negros, Yuta sintió el peso de su alma, dividido entre deber y anhelo. Árboles espectrales surgieron, secos, oscuros, coronados por pétalos que caían como lágrimas de una noche sin fin. Un jardín al borde del olvido, donde los colores se habían desangrado.
—“Puedes intentarlo” —susurró ella, su voz un hilo que cortaba—. “Pero no podrás matarme si hay ternura en tu duda.”
Yuta alzó la katana, pero su mano temblaba. No era miedo: era la fisura que se abría en su pecho. Los ojos rosados de Shiranui lo desnudaban con una ternura primigenia, un dolor más cortante que cualquier filo. ¿Estaba siendo embrujado aquí, en medio de la podredumbre y la sangre? Lo terrible no era el hechizo… sino que él, cansado del mundo, cansado de todo, estaba dejándose llevar. Caminaba hacia el abismo, sin saber si era prisionero de un embrujo o cómplice voluntario de su caída.
—“Esto…” —murmuró, la voz desvaneciéndose en el viento nocturno.
—“No lo hagas” —dijo ella, avanzando, y bajo sus pies los pétalos se deshacían como recuerdos ardiendo en una hoguera invisible.
—“¿Qué me estás haciendo? ¿Qué clase de brujería es esta?” —preguntó Yuta, con la voz rota, un eco arrancado de su alma fracturada.
Ella se detuvo, tan cerca que su presencia lo envolvió como un perfume de obsidiana. Por un instante, su mirada evocó la de Rika: fe ciega, amor absoluto, redención. Yuta sintió algo que no había sentido en años: descanso. La sombra de aquella niña maldecida y amada a la vez se cernía sobre él. ¿Era posible que Shiranui portara un vestigio de ella? ¿O era él quien desesperadamente deseaba verlo allí?
—“Tú…” —jadeó Yuta, inmóvil, las lágrimas encendiendo sus ojos—. “No eres ella…”
Shiranui alzó el rostro de Yuta con dedos fríos, frágiles como pétalos de sombra.
—“Estás… tan cansado, Yuta…” —susurró, su voz maternal y fatal al mismo tiempo—. “Has cargado tanto… incluso con lo que ya no existe.”
El dolor sin nombre apretó el pecho del joven, quebrándolo desde dentro.
—“No sabes nada…” —balbuceó, la voz hecha pedazos.
Shiranui inclinó la frente hacia él, su voz encendiéndose como una plegaria envenenada:
—“Descansa…” —murmuró, con la certeza de quien sentencia—. “Descansa en mí, querido hechicero…”
Y entonces, lo besó.
No fue un roce, sino una colisión de abismos. Sus labios, fríos como pétalos arrancados, se fundieron contra los de Yuta en un pacto oscuro, vibrando en un rincón prohibido del alma. La energía de Yuta chispeó, vulnerable, mientras un frío glacial lo recorría, como si ella sorbiera su esencia. Pero él no cedió. Lo deseaba. Absorbió su energía maldita, un torrente ardiente, en un juego peligroso de poder y deseo.
Shiranui abrió los ojos, sus pupilas dilatadas, brillando con sorpresa y éxtasis. Sus lenguas se encontraron en una danza frenética, húmeda, desesperada. Ella gimió contra su boca, un sonido gutural que resonó en Yuta. Sus manos se aferraron a su cintura, clavándose en su piel, su deseo traicionándolo en cada pulso. El beso era un incendio, un borde donde placer y destrucción se fundían.
Yuta rompió el beso, jadeando, el sudor perlándole la frente. Sus ojos, oscurecidos por un deseo salvaje, se clavaron en ella. —“¿Qué me estás haciendo?” —murmuró, la voz áspera, quebrándose en la culpa.
—“Eres… increíble, Yuta.” —susurró Shiranui, su voz un ronroneo envenenado, un arrullo capaz de quebrar la voluntad—. “Lo que siempre soñé.”
Shiranui era una maldición como pocas: su beso era ruina, su cercanía, condena. A quienes tocaba, los deshacía, borrando su existencia como ceniza arrastrada por el viento. Nadie había sobrevivido a su embrujo… hasta él.
Yuta había resistido, había absorbido la esencia oscura de su beso y se había mantenido en pie. Y esa resistencia, lejos de frustrarla, la había encendido. Era hambre y éxtasis: ¿hasta dónde podría llegar con él?
Una sonrisa se dibujó en sus labios; su corazón, marchito por siglos, latió con un fervor olvidado, un temblor que ni siquiera la eternidad le había permitido sentir. Lo miró con devoción insana, con el ardor de quien ha hallado al único capaz de ser espejo y prisión.
El hechicero más poderoso de su era… era también su reflejo, su igual, el hombre que siempre había esperado entre las ruinas de sus noches infinitas. El compañero que podía arrastrarla a un vínculo sin fin, donde la eternidad ya no sería soledad, sino cadena compartida.
—“Quiero… descansar…” —confesó al fin Yuta, cerrando los ojos, la voz apenas un hilo entre desafío y rendición—. “Necesito…”
El beso con Shiranui no había sido únicamente éxtasis ni el desborde de sus deseos por ella. Fue más profundo, un abismo compartido: había absorbido parte de su esencia, y a su vez ella había sorbido la suya, fundiéndose ambos en una unión imposible. Una sensación indescriptible, como si la frontera entre maldición y humano se hubiese quebrado en un instante eterno.
¿Así se sentía besar a una maldición? ¿O era solo ella, Shiranui, la única capaz de grabar en su alma ese vértigo?
Con un temblor en el pecho, Yuta abrió los ojos lentamente. El rubor ardía en sus mejillas, y en su mirada, aún húmeda, la imagen de aquella mujer quedó tatuada: un enigma de sombras y ternura, la tentación que no podía apartar.
El aire se espesó, cargado de sakura y tormenta. Pero un susurro lo arrancó del hechizo.
“Yuta...”
Maki. Su voz, áspera, real, estalló en su mente. Su rostro, su risa indomable, lo golpearon como un ancla. —“Mierda...” —susurró, cubriendo su boca, la culpa un veneno—. “No puedo...”
Shiranui lo observó, su mirada una ternura inquietante. —“No te culpes por sentir” —dijo, su voz suave, como lluvia sobre un campo arrasado—. “Solo los que han perdido todo se castigan por anhelar.”
—“No eres tú...” —murmuró Yuta, sin mirarla—. “Soy yo. No sé por qué no te detuve... ni por qué no quiero.”
La técnica maldita de Shiranui impregnaba el espacio, un susurro persistente que se aferraba a su piel. Pero algo en Yuta había cambiado. The spell of desire had dissipated, replaced by a crueler weight: guilt, a leaden yoke that crushed his soul with a ferocity no curse could match.
Apretó los ojos con una desesperación que retorcía su rostro, como si al cerrarlos pudiera borrar el eco de su tacto, el ardor de su beso, la voz que aún resonaba en las grietas de su ser.

Un Eco en la Penumbra
Despertó en su cuarto, envuelto en una penumbra densa, cargada del perfume de sakura y tormenta. Su corazón latía con violencia, un tambor que retumbaba en sus sienes. El sudor empapaba su piel, cada músculo dolía, como si un vendaval lo hubiera desgarrado.
A su lado, Maki dormía, su respiración serena, ajena a la tormenta en su mente. El reloj marcaba las 2:59 a.m., el tiempo burlándose de él. ¿Habia sido todo un sueño? ¿producto de su cansancio? ¿y cómo había vuelto a casa? Un alivio frágil lo rozó, pero un escalofrío susurró una verdad más oscura.
Se levantó, tambaleante, y se dirigió al baño. El agua fría salpicó su rostro, buscando anclar la realidad. Pero al mirarse en el espejo, se congeló. Un corte fino cruzaba su mejilla, una línea carmesí que brillaba bajo la luz tenue. Tocó la herida, el dolor un pinchazo que lo ató al mundo.
—“¿Y esto?” —susurró, su reflejo mirándolo con ojos que no reconocía del todo.
No recordaba cómo había llegado a su cuarto, ni cuándo había terminado la misión. Solo recordaba a Shiranui: su cabello de tinta, sus ojos que lo veían demasiado, el beso que ardía como un pacto prohibido. ¿Había sido real? ¿O era un delirio de su mente agotada?
Se recostó, cubriendo sus ojos con la muñeca, buscando bloquear la oscuridad. Pero el abismo lo miraba de vuelta, y en él, el eco de Shiranui persistía, un reflejo de todo lo que temía desear.