El Eco de las Gardenias ⎢ Original Stories

El eco de las Gardenias
Lucien d'Ossuaire
Lucien d'Ossuaire
🌙
ACTO I - Tú me ves. Nadie más lo hace
El campus de Bellgrave era un mausoleo vivo.
Muros de piedra gris, carcomidos por hiedra que se retorcía como venas enfermas, parecían murmurar secretos de siglos. El aire olía a papel mohoso, a tinta coagulada, a sueños que se pudren en silencio. Bellgrave no era un colegio: era un altar para los privilegiados. Para los que heredaban fortunas o esculpían su destino con intelectos afilados como escalpelos.
Lucien d’Ossuaire no tenía oro en las venas.
Pero su mente cortaba más profundo que cualquier bisturí.
A sus quince años, era un intruso en ese mundo de cristal. Venía de un suburbio donde el viento apestaba a cables chamuscados y basura fermentada, donde las casas crujían como si el fracaso las aplastara. Flaco, de piel pálida como pergamino, tenía ojos oscuros que perforaban como agujas y un cabello rubio extremadamente claro que caía en mechones desordenados, como si un mantra de huesos humanos se derramara sobre su rostro. No hablaba mucho.
No lo necesitaba.
Su silencio era un bisturí.
cortaba.
Disecaba.
Analizaba cada gesto, cada palabra, como si el mundo entero fuera un organismo que debía ser abierto en canal.
Lo suyo no era el rugido del estadio ni el sudor de las fiestas. Lo suyo era la lógica implacable de la biología: el chasquido húmedo de un músculo al ser cortado, el mapa de axones que explicaba por qué un corazón latía… o dejaba de hacerlo.
Nombraba la muerte en latín con la misma calma con que otros pedían un café. Bellgrave lo había acogido con una beca que pagaba hasta el aire que respiraba, pero él no pertenecía. No del todo.
En el laboratorio, su santuario, manipulaba tejidos con guantes de látex, bajo la luz fría de los fluorescentes. Los profesores lo veneraban, susurraban “prodigio” como si fuera un conjuro. Las chicas lo observaban desde los pasillos, atraídas por esa aura de lobo herido, por esos ojos que parecían ver más allá de la piel. Cartas en forma de corazón aparecían en su casillero, perfumadas con promesas adolescentes. Él las leía, a veces, pero las dejaba caer al suelo como pétalos marchitos.
Nada de eso importaba.
Hasta que ella apareció.
Era un martes insípido, con el cielo plomizo amenazando lluvia. Lucien estaba en su asiento habitual, junto a la ventana que daba al jardín, donde los rosales se marchitaban como si supieran que nadie los cuidaba. Sus dedos tamborileaban sobre un cuaderno lleno de diagramas arteriales, su mente vagando entre sinapsis y ecuaciones. Entonces, un movimiento en la pileta central del patio lo arrancó de su trance.
Ella estaba allí.
Una muchacha de cabello marrón muy oscuro, sentada en el borde de la fuente. Lloraba, pero no como los demás: sus sollozos eran un ritual, delicados, casi sagrados. Las lágrimas trazaban surcos brillantes en su rostro, como si el mármol de una estatua sangrara. Era frágil, sí, pero había algo feroz en su postura, en la forma en que sus manos apretaban el borde de la piedra, como si quisiera romperla.
Lucien quedó petrificado. Su pulso, siempre estable, dio un salto traicionero. No era solo su belleza, aunque era innegable: era la contradicción de su dolor, la manera en que parecía romper el mundo con su sola existencia.
Ella alzó la vista. Sus ojos, azules como el cielo mismo, encontraron los suyos.
El tiempo se detuvo. El murmullo del aula, el crujir de las sillas, el zumbido del ventilador: todo se desvaneció.
Ella se limpió una lágrima con el dorso de la mano, un gesto lento, casi teatral. Y entonces… sonrió.
No era una sonrisa común. Era un código, una invitación cifrada. Sus labios, apenas curvados, parecían decir: “Tú me ves. Nadie más lo hace.”
—“¡Lucien d’Ossuaire!” —la voz del profesor cortó el aire como un bisturí bien afilado.
Él giró la cabeza con lentitud, como si despertara de un sueño espeso, de esos que pesan sobre el cráneo como un velo húmedo.
—“La respuesta, Lucien. ¿Cuál es la función del cuerpo calloso?” —el profesor lo miraba con esa mezcla de impaciencia profesional y la fascinación morbosa que a veces despiertan los alumnos brillantes pero rotos.
—“Conectar los hemisferios cerebrales. Transfiere información entre ellos” —respondió él con una voz plana, casi automatizada. Bajo el pupitre, sus dedos se crisparon como si pulsaran teclas invisibles.
El profesor asintió, complacido.
—“Exacto. El cuerpo calloso es una estructura de fibras nerviosas—más de 200 millones de axones, para ser precisos—que permiten la comunicación entre ambos hemisferios. Esencial para funciones como el lenguaje, la coordinación motora y el procesamiento integrado de estímulos sensoriales.”
Caminó lentamente entre los pupitres.
—“Si cortáramos el cuerpo calloso… como en ciertos procedimientos quirúrgicos antiguos para tratar epilepsia severa... el cerebro quedaría dividido, literalmente. Cada hemisferio pensaría y actuaría de forma independiente. Una persona podría, por ejemplo, abotonarse la camisa con una mano y desabotonársela con la otra. Fascinante, ¿no creen?”
Algunos alumnos soltaron risitas nerviosas. Lucien no.
Volvió a mirar por la ventana. Pero ella ya no estaba.
La pileta parecía más fría, más vacía, como si su ausencia hubiera drenado el color y la vibración del mundo.
El vidrio empañado devolvía apenas su reflejo, doble y distorsionado, como si él también estuviera dividido por dentro.
¿Quién era? ¿Por qué lloraba?
Y, más importante aún: ¿por qué le había sonreído?
Los días siguientes fueron un ejercicio de contención. El mundo seguía su curso, pero para Lucien todo estaba fracturado. Las clases, los experimentos, las charlas banales de sus compañeros: todo era un ruido de fondo, un eco que no lograba tocarlo. Ella se había instalado en su mente como un parásito exquisito, tejiendo raíces en cada rincón de su conciencia.
No podía sacarla de la cabeza. Sus ojos, como obsidiana líquida. Esa sonrisa que parecía conocerlo mejor que él mismo. Esa fragilidad que despertaba en él un instinto primario, no de deseo, sino de algo más profundo: la necesidad de protegerla, de preservarla, de entender cada grieta de su alma.
Empezó a buscarla, pero con la precisión de un cirujano. No preguntaba directamente; eso habría sido burdo. En cambio, escuchaba. Observaba. Dejó caer comentarios casuales en las conversaciones, recolectó fragmentos de información como un cuervo que junta huesos.
Y entonces, el nombre llegó, susurrado por una compañera en el comedor:
Suzume Claire Montreau.
Mitad japonesa, mitad francesa. Una criatura de dos mundos, como si la hubiera esculpido un dios con manos temblorosas. Dos años mayor que él, directora del grupo de teatro. Siempre vestía como si el mundo fuera su escenario: blusas de seda que susurraban al moverse, labios pintados de un rojo que evocaba sangre fresca, botas que resonaban en los pasillos como un tambor de guerra. Era una tormenta contenida, una ópera trágica con piel humana.
Lucien no sonrió al oír su nombre.
No hubo chispas ni dulzura en su expresión. Solo un leve estremecimiento en el pecho, como si, sin saberlo, hubiese encontrado la pieza final de un rompecabezas que llevaba armando en silencio, en la penumbra de su mente.
Pero cuando escuchó a qué se dedicaba la joven, soltó un resoplido breve, casi imperceptible, cargado de desdén.
— “Agh… ¿teatro?”—Murmuró con un dejo amargo, como si la palabra le supiera a óxido.
Para Lucien, las artes escénicas —como la pintura, la música o cualquier otro capricho humano que se atreviera a llamarse arte— eran una farsa. Un circo de vanidades, una danza torpe de egos que se retorcían bajo el peso de su propia fragilidad.
Burda.
Vacía.
Una parodia de la existencia que no merecía ni el eco de su desdén.
El verdadero arte, para él, no se limitaba a imitar la vida. La desollaba. La desentrañaba hasta dejar al descubierto sus engranajes más íntimos.
Era la arquitectura secreta de lo vivo:
la sinfonía precisa de glóbulos que cantaban en su carrera por las venas,
la danza febril de células que se partían en dos bajo el microscopio del destino,
el latido roto de una vena que, bajo la presión exacta de unos dedos firmes, podía volver a pulsar con vida.
Eso era el arte.
No un puñado de cuerpos sudorosos fingiendo pasiones bajo la luz cruda de un reflector, persiguiendo aplausos que se desvanecían como cenizas en el viento.
Suzume se reunió con sus amigos del teatro a la hora del almuerzo. Las bandejas apenas se posaban sobre la mesa cuando las risas comenzaron a brotar, vivas y sin filtro, como si el mundo no pesara sobre sus hombros. Entre bromas, uno de ellos, con aire despreocupado, le preguntó:
—”Entonces… ¿ensayaste la escena del llanto?”
—”Sí, incluso miré hacia arriba y todo…” —respondió con una sonrisa apenas dibujada, casi secreta—. “Digamos que logré cortar el llanto justo a tiempo. Siento que se verá natural.”
La obra, esa criatura de papel, sudor y esperanzas, llevaba semanas gestándose entre sus manos. Era una historia empapada de emociones crudas: tristeza sin artificio, risas a destiempo y una amistad que, como el teatro mismo, se aferraba a lo efímero.
Lucien lo sabía.
Estaba al tanto de cada detalle. Cada fecha, cada hora, cada gesto ensayado tras bambalinas. No pensaba perderse la función de aquella muchacha que, una tarde cualquiera, le había ofrecido una sonrisa sin pedirle nada a cambio.
Una sonrisa limpia, casi absurda, como un rayo de sol en una morgue.
Y aunque la sola idea de estar frente a personas fingiendo emociones le revolvía el estómago, aunque el teatro le pareciera una mascarada ruidosa e inútil, esa noche haría una excepción.
No por la obra.
Ni por la historia.
Por ella.
Porque algo en su gesto, en su forma de no pedir nada, lo había perturbado más que cualquier disección.
Una semana después, se sentó en la última fila del auditorio, envuelto en sombras, para ver una de sus funciones. El telón se alzó, y Suzume apareció.
No actuaba. Se transformaba.
Cada palabra que pronunciaba era un corte, cada gesto un sacrificio. Sus ojos ardían con una furia que no estaba en el guión, her body se movía como si desafiara a la gravedad, al tiempo, a la muerte misma. Lucien no parpadeaba. Apenas respiraba. Sentía que ella estaba hablando con él, que cada línea era una confesión dirigida a su alma.
El final llegó demasiado pronto. Aplausos, luces, el telón cayendo como una sentencia. Suzume, en el centro del escenario, respiraba con dificultad, como si hubiera dado todo de sí. Su mirada barrió la sala, indiferente, hasta que encontró la suya.
Y entonces… le guiñó un ojo.
Fue un relámpago. Un segundo, tal vez menos, pero suficiente para que el pecho de Lucien se llenara de algo eléctrico, algo que no podía nombrar. Sus manos se cerraron en puños, las uñas clavándose en las palmas.
Ella lo había visto. Lo había reconocido.
Lo había elegido.
Una sonrisa se dibujó en su rostro, lenta, casi dolorosa. No era una respuesta. Era una certeza.
“No es el momento aún”, pensó, como si ella se lo hubiera susurrado al oído.
“Pero pronto.”
Por ahora, eso era suficiente.
ACTO II - Suzume Claire Montreau.
Los días posteriores a la obra se disolvieron en una bruma opaca, como si el mundo entero se hubiera reducido a un lienzo borroso donde solo ella tenía contornos nítidos.
Suzume Claire Montreau.
Su nombre era un hechizo que Lucien pronunciaba en silencio, con los dientes apretados, como si temiera que el viento pudiera arrancárselo de la lengua. Resonaba en su cabeza como un tambor lejano, un ritmo que marcaba cada paso, cada latido.
La veía ahora con una claridad dolorosa, porque sabía dónde buscar. Cada mediodía, ella cruzaba el patio sur, con una libreta abrazada contra el pecho como un escudo y una bufanda que parecía cambiar con su humor: burdeos como sangre seca, mostaza como bilis, o negro azabache como un presagio. Caminaba con la elegancia de quien sabe que todos los ojos la persiguen, pero solo elige a quién devolver la mirada.
Lucien, desde las sombras de un arco cubierto de musgo, sentía el momento exacto en que ella percibía su presencia. No lo miraba directamente —no era tan burda, no era como las demás—, pero sus dedos rozaban un mechón de cabello con una pausa deliberada, o su paso se ralentizaba apenas, como si el aire entre ellos se volviera más denso.
Era una danza, pensaba él.
Una coreografía de ausencias, de pasos que no se daban pero se intuían. Un vals mudo donde ambos conocían el ritmo, pero ninguno se atrevía a romper el silencio.
A veces, al pasar frente al salón de teatro, la oía ensayar. Su voz atravesaba las paredes como un filo: firme y quebradiza, dulce como miel envenenada, feroz como un animal acorralado.
Cada palabra era un dardo que se clavaba en el pecho de Lucien, cada monólogo un mensaje cifrado. Se quedaba allí, detrás de la puerta entreabierta, con la frente apoyada en la madera fría, recogiendo los fragmentos de su alma que ella dejaba caer sin saberlo. O quizás sí lo sabía.
Una tarde, al salir del laboratorio con las manos aún impregnadas del olor agrio del formaldehído, Lucien encontró algo inesperado en su casillero: una gardenia seca, cuidadosamente prensada entre las páginas abiertas de su atlas de anatomía de Netter. El libro estaba marcado —no por azar— en la sección dedicada al corazón: lámina 214, arterias coronarias. Justo allí, entre las ilustraciones de aorta ascendente y el surco interventricular anterior, dormía la flor.
Sus pétalos, de un blanco apagado y quebradizo, recordaban el tono mate de los huesos largos en una disección fresca. Aún conservaban algo de su forma, pero al menor roce amenazaban con ceder al polvo, como si el tiempo los hubiese domesticado con ternura.
La sostuvo entre los dedos, con el pulso marcándole las sienes y una extraña sensación en la base del esternón, como si algo quisiera brotar desde adentro.
—”¿Una señal?” —musitó para sí—. “¿Una provocación deliberada?”
No podía ser casual. Sonrió, casi con gratitud, al imaginarla a ella —precisa, silenciosa— deslizando la gardenia en ese lugar exacto, como si supiera que él, tarde o temprano, abriría el libro justo ahí. Donde están dibujadas las arterias que irrigan la vida, donde reside el músculo que arde sin permiso.
Suzume había usado gardenias en el cabello durante la obra. Solo en el acto final. Solo una.
—“Estás loco, hombre” —se burló un compañero, un tal Lucas, al verlo olfatear la flor con una intensidad casi religiosa.
Lucien no respondió. Sus ojos, fríos como el acero, se clavaron en Lucas por un instante demasiado largo. El chico rió nervioso y se alejó, murmurando algo sobre “bichos raros”.
¿Cómo explicar lo que no necesita palabras? La gardenia no era solo una flor. Era un verso en el poema que Suzume estaba escribiendo para él.
Una semana después, el rumor se esparció como un incendio: el grupo de teatro preparaba una adaptación de Orfeo y Eurídice. Sería monumental, decían, y Suzume interpretaría a Eurídice, la amada que danza entre la vida y la muerte.
Lucien lo supo de inmediato: era una señal. El universo, o ella, o ambos, le estaban hablando.
El día de la función llegó con una lluvia implacable, de esas que empapan los huesos y hacen que los pensamientos se pudran. Lucien se sentó en la misma butaca del fondo, envuelto en la penumbra del auditorio. El teatro bullía con voces, perfumes dulzones y el roce de telas caras, pero él no percibía nada de eso. Solo la esperaba a ella, con los dedos apretando el reposabrazos hasta que los nudillos se le blanquearon.
El telón se alzó, y Suzume apareció.
Vestía un traje blanco que parecía tejido con niebla, con una corona de flores secas que crujían al moverse, como si llevara la muerte en la cabeza. Caminaba con una ligereza espectral, como si sus pies apenas rozaran el suelo. Era Eurídice, sí, pero también algo más: un alma atrapada en un cuerpo que no le pertenecía, un deseo que ardía incluso en el Hades.
En una escena, Orfeo, con la voz rota por la desesperación, extendía la mano hacia ella.
—“Dime que me recuerdas” —suplicaba—. “Dime que no he bajado al infierno en vano.”
Suzume, con lágrimas que parecían talladas en cristal, lo miraba sin verlo. Su voz, baja y temblorosa, cortó el aire como un cuchillo:
—“No necesito mirarte para saber que estás ahí. Lo he sentido todo el tiempo.”
Lucien sintió un espasmo en el pecho, como si alguien le hubiera arrancado el corazón y lo hubiera estrujado.
Esa frase no estaba en el guion. No podía estarlo. Era para él. Un mensaje directo, una confesión envuelta en el velo del teatro.
Cuando Suzume giró la cabeza hacia el fondo del auditorio, sus ojos buscaron en la oscuridad. Lucien juró que sus párpados temblaron, que su mirada lo encontró, que le habló sin palabras.
Salió del teatro antes de que los aplausos terminaran, con el abrigo empapado y el corazón latiendo como un tambor desquiciado. No quería ser visto. Not aún. Aquella frase, aquel temblor en sus ojos, eran suficientes.
Ella le hablaba a través del arte. A través de los símbolos.
Y él estaba aprendiendo a leerla.
Esa noche, el sueño lo esquivó como un animal asustado. Lucien se sentó en su escritorio, bajo la luz enfermiza de una lámpara, y llenó páginas de su cuaderno de laboratorio. No escribió sobre sinapsis ni tejidos, sino sobre hilos invisibles que conectan almas, sobre pulsos que resuenan a kilómetros de distancia, sobre un lenguaje que solo dos personas pueden descifrar.
Suzume y él compartían algo que el mundo no podía tocar.
Un código hecho de miradas, de ausencias, de gardenias secas.
¿Y si existen arterias tan finas que conectan almas a través de la distancia?
¿Es Suzume una prueba fehaciente de que el universo está conectado con burdos hilos?
Comenzó a llevar un registro obsesivo, aunque él no lo llamaría así. Anotaba la ropa que ella usaba: el vestido negro del lunes, la bufanda burdeos del jueves. Los libros que cargaba: Sartre un día, Kawabata al siguiente. Los gestos que repetía: cómo se tocaba el lóbulo de la oreja cuando estaba pensativa, cómo dejaba caer la cabeza hacia un lado al reír.
Todo tenía un patrón. Todo era un mensaje.
Un viernes por la tarde, mientras cruzaba el ala sur del campus, la vio entrar sola en la antigua biblioteca. Era un edificio decrépito, con techos abovedados y vitrales que filtraban la luz en tonos de sangre y ámbar. El polvo flotaba en el aire como un recuerdo que nadie quería tocar.
La puerta quedó entreabierta, una rendija que parecía una invitación.
Lucien se detuvo. Su respiración era un silbido apenas audible. Desde el umbral, la vio caminar entre los estantes, con los dedos rozando los lomos de los libros como si buscara un secreto. Luego se detuvo frente a un vitral, bañada en una luz rojiza que hacía que su piel pareciera arder.
Sin girarse, susurró algo.
Lucien no pudo oír las palabras, pero sintió un escalofrío, como si el sonido hubiera viajado por el suelo y se hubiera enredado en sus nervios. Era para él. Lo sabía.
Ella alzó la vista, con la cabeza ladeada, como si escuchara una respuesta que él no había dado. Luego, con un movimiento lento y deliberado, cerró la puerta.
El chasquido de la cerradura resonó como un disparo en su cabeza.
Por primera vez, algo en su pecho se fracturó.
¿Por qué lo había excluido?
¿Sabía que él estaba allí?
¿Era un rechazo… o una prueba?
Se quedó frente a la puerta cerrada, con los puños apretados y la gardenia seca en el bolsillo, desmoronándose como un castillo de naipes.
Esa noche, mientras regresaba a su dormitorio, algo se quebró definitivamente. En el camino, un gato callejero cruzó su sendero, con el pelo apelmazado y un ojo nublado por la infección. Maulló, un sonido gutural que rasgó el silencio.
Lucien se detuvo. Lo miró.
El animal no se movió, como si supiera que su destino estaba sellado.
Sin pensarlo, Lucien sacó un pequeño frasco del laboratorio —ácido clorhídrico, usado para limpiar bisturís— y lo inclinó sobre el gato. El líquido cayó en un chorro silencioso, salpicando el pelaje. El maullido se convirtió en un alarido inhumano, un sonido húmedo y desgarrador que parecía rasgar el aire. La piel del animal burbujeó, disolviéndose en jirones rosados que dejaban el músculo al descubierto. La sangre se mezcló con el ácido en un charco brillante, y el olor —acre, metálico, como carne quemada— llenó el aire.
Lucien observó, con la cabeza ladeada y los ojos vidriosos, como si estuviera frente a un experimento fascinante. Sus manos no temblaban. Su ropa se manchó con salpicaduras, pero no le importó.
El gato dejó de moverse.
—“No era suficiente” — murmuró, casi para sí mismo, mientras limpiaba el frasco con la manga.
No sabía si hablaba del gato, de Suzume o de sí mismo.
Pero algo era cierto: las cosas verdaderas, las conexiones reales, requieren sacrificio.
Y él estaba dispuesto a ofrecerlo.
ACTO III - Amandine
La lluvia se había convertido en un cómplice. Caía en cortinas grises, como si el cielo llorara por lo que Lucien y Suzume aún no podían nombrar. Cada gota golpeaba los ventanales de Bellgrave con un ritmo hipnótico, una partitura secreta que solo él entendía. Era su música, la de ellos, escrita en agua y sombra.
Suzume Claire Montreau.
La veía ahora con una urgencia que le quemaba la piel. La buscaba sin buscarla, como un depredador que conoce el rastro de su presa. En la sala de ensayos, su silueta recortada contra las luces del escenario. En la cafetería, inclinada sobre su libreta, mordiendo el lápiz con dientes que parecían tallados para dejar marcas. Sus ojos, claros y distantes, eran un abismo donde Lucien quería caer.
La observaba con la devoción de un monje ante un altar profano, memorizando cada curva de su rostro, cada pausa en su respiración. Pero algo había cambiado. Una fisura en el cristal de su mundo.
Fue un martes, al final de las clases, cuando todo se torció.
Lucien salía del laboratorio, con las manos aún impregnadas del olor acre del cloroformo, un perfume que se le pegaba a la piel como una segunda sombra. La lluvia empañaba sus lentes, y el vapor se arremolinaba en el aire, dándole al pasillo este un aspecto de sueño febril. Caminaba con pasos medidos, como si cada uno lo acercara a una verdad inevitable.
Y entonces, la vio.
Suzume, a menos de un metro, avanzando hacia él. Su bufanda negra ondeaba como un estandarte fúnebre, y su rostro, iluminado por la luz mortecina de los ventanales, parecía esculpido en mármol y dolor.
Era el momento. La colisión. El instante en que el universo reconocería su simetría.
El corazón de Lucien latía como un tambor primitivo, un pulso que resonaba en sus sienes, en sus muñecas, en la base de su garganta. Sus manos temblaban, no de miedo, sino de una electricidad que amenazaba con desbordarlo.
Ella se acercó.
Y pasó de largo.
Sin un pestañeo. Sin una pausa. Sin un roce de su mirada. Como si Lucien fuera un espectro, un borrón en el borde de su mundo. Sus pasos resonaron en el pasillo, indiferentes, perfectos, mientras el aire se llenaba de su perfume: jazmín y algo más áspero, como tierra removida.
El golpe no llegó de inmediato. Fue una hemorragia lenta, un corte que no sangra hasta que te mueves. Lucien se quedó inmóvil, con la vista fija en el espacio donde ella había estado, esperando un giro, una mirada tardía, un “te vi, pero no podía detenerme”.
Nada.
Solo el eco de sus botas desvaneciéndose en el pasillo, como un latido que se apaga.
Por un instante, algo en él quiso romperse. Un cristal frágil en el fondo de su pecho, astillándose bajo el peso de su ausencia.
Pero no se quebró.
Porque lo entendió.
No era un rechazo. No era olvido. Era una advertencia.
Suzume no podía mirarlo, no porque no quisiera, sino porque algo —o alguien— la estaba conteniendo. Había una sombra entre ellos, una presencia que vigilaba, que manipulaba los hilos de su danza.
—“Alguien sabe” —susurró para sí mismo, con los puños apretados hasta que las uñas se le clavaron en las palmas—. “Alguien la está alejando de mí.”
Esa noche, en su dormitorio, las piezas del rompecabezas se reordenaron en su mente como un cadáver diseccionado. Suzume no lo había ignorado. No podía. No después de las gardenias, de las miradas, de las frases que ella le dedicaba desde el escenario.
La respuesta llegó como un cuchillo: había una tercera mirada. Una red invisible que la atrapaba, que la obligaba a fingir, a mantenerlo a distancia.
Comenzó a mirar más allá de Suzume. A los que la rodeaban. A los que reían con ella, los que la tocaban, los que se atrevían a compartir su aire.
El profesor de arte, con su sonrisa demasiado cálida.
El ayudante de teatro, un chico de ojos hundidos que siempre estaba demasiado cerca.
La pelirroja del grupo dramático, con su risa estridente y sus manos que se posaban en el brazo de Suzume como si tuviera derecho.
Y luego estaba Lucas, el imbécil que se había burlado de la gardenia, con su voz burlona y sus ojos que siempre parecían seguir a Suzume desde lejos.
Cualquiera de ellos podía ser el veneno. O todos. Una conspiración silenciosa para mantenerla prisionera.
Lucien comenzó a trazar mapas en su cuaderno. Líneas que conectaban nombres, horarios, frases robadas en los pasillos:
—“¿Te viene a buscar otra vez?” —había oído decir a la pelirroja.
—“Él preguntó por ti” —susurró el ayudante de teatro, con una mirada que Lucien no olvidaría.
—“Déjalo, Suzume, ni lo mires” —dijo Lucas en la cafetería, con una risa que sonaba a amenaza.
¿A quién se referían? ¿A él? ¿A otro?
La paranoia, para Lucien, no era una enfermedad. Era un bisturí. Una herramienta para cortar las mentiras y exponer la verdad.
Suzume no estaba distante. Estaba atrapada. Y él, solo él, podía liberarla.
Suzume Claire Montreau.
La veía ahora con una urgencia que le quemaba la piel. La buscaba sin buscarla, como un depredador que conoce el rastro de su presa. En la sala de ensayos, su silueta recortada contra las luces del escenario. En la cafetería, inclinada sobre su libreta, mordiendo el lápiz con dientes que parecían tallados para dejar marcas. Sus ojos, claros y distantes, eran un abismo donde Lucien quería caer.
La observaba con la devoción de un monje ante un altar profano, memorizando cada curva de su rostro, cada pausa en su respiración. Pero algo había cambiado. Una fisura en el cristal de su mundo.
Fue un martes, al final de las clases, cuando todo se torció.
Lucien salía del laboratorio, con las manos aún impregnadas del olor acre del cloroformo, un perfume que se le pegaba a la piel como una segunda sombra. La lluvia empañaba sus lentes, y el vapor se arremolinaba en el aire, dándole al pasillo este un aspecto de sueño febril. Caminaba con pasos medidos, como si cada uno lo acercara a una verdad inevitable.
Y entonces, la vio.
Suzume, a menos de un metro, avanzando hacia él. Su bufanda negra ondeaba como un estandarte fúnebre, y su rostro, iluminado por la luz mortecina de los ventanales, parecía esculpido en mármol y dolor.
Era el momento. La colisión. El instante en que el universo reconocería su simetría.
El corazón de Lucien latía como un tambor primitivo, un pulso que resonaba en sus sienes, en sus muñecas, en la base de su garganta. Sus manos temblaban, no de miedo, sino de una electricidad que amenazaba con desbordarlo.
Ella se acercó.
Y pasó de largo.
Sin un pestañeo. Sin una pausa. Sin un roce de su mirada. Como si Lucien fuera un espectro, un borrón en el borde de su mundo. Sus pasos resonaron en el pasillo, indiferentes, perfectos, mientras el aire se llenaba de su perfume: jazmín y algo más áspero, como tierra removida.
El golpe no llegó de inmediato. Fue una hemorragia lenta, un corte que no sangra hasta que te mueves. Lucien se quedó inmóvil, con la vista fija en el espacio donde ella había estado, esperando un giro, una mirada tardía, un “te vi, pero no podía detenerme”.
Nada.
Solo el eco de sus botas desvaneciéndose en el pasillo, como un latido que se apaga.
Por un instante, algo en él quiso romperse. Un cristal frágil en el fondo de su pecho, astillándose bajo el peso de su ausencia.
Pero no se quebró.
Porque lo entendió.
No era un rechazo. No era olvido. Era una advertencia.
Suzume no podía mirarlo, no porque no quisiera, sino porque algo —o alguien— la estaba conteniendo. Había una sombra entre ellos, una presencia que vigilaba, que manipulaba los hilos de su danza.
—“Alguien sabe” —susurró para sí mismo, con los puños apretados hasta que las uñas se le clavaron en las palmas—. “Alguien la está alejando de mí.”
Esa noche, en su dormitorio, las piezas del rompecabezas se reordenaron en su mente como un cadáver diseccionado. Suzume no lo había ignorado. No podía. No después de las gardenias, de las miradas, de las frases que ella le dedicaba desde el escenario.
La respuesta llegó como un cuchillo: había una tercera mirada. Una red invisible que la atrapaba, que la obligaba a fingir, a mantenerlo a distancia.
Comenzó a mirar más allá de Suzume. A los que la rodeaban. A los que reían con ella, los que la tocaban, los que se atrevían a compartir su aire.
El profesor de arte, con su sonrisa demasiado cálida.
El ayudante de teatro, un chico de ojos hundidos que siempre estaba demasiado cerca.
La pelirroja del grupo dramático, con su risa estridente y sus manos que se posaban en el brazo de Suzume como si tuviera derecho.
Y luego estaba Lucas, el imbécil que se había burlado de la gardenia, con su voz burlona y sus ojos que siempre parecían seguir a Suzume desde lejos.
Cualquiera de ellos podía ser el veneno. O todos. Una conspiración silenciosa para mantenerla prisionera.
Lucien comenzó a trazar mapas en su cuaderno. Líneas que conectaban nombres, horarios, frases robadas en los pasillos:
—“¿Te viene a buscar otra vez?” —había oído decir a la pelirroja.
—“Él preguntó por ti” —susurró el ayudante de teatro, con una mirada que Lucien no olvidaría.
—“Déjalo, Suzume, ni lo mires” —dijo Lucas en la cafetería, con una risa que sonaba a amenaza.
¿A quién se referían? ¿A él? ¿A otro?
La paranoia, para Lucien, no era una enfermedad. Era un bisturí. Una herramienta para cortar las mentiras y exponer la verdad.
Suzume no estaba distante. Estaba atrapada. Y él, solo él, podía liberarla.
ACTO IV - Belladonna
La memoria era un líquido espeso, pegajoso, que se filtraba entre los dedos como sangre que no coagula. Pero Lucien era un cartógrafo de la mente, un anatomista que sabía excavar en los pliegues del recuerdo, arrancar los secretos y alinearlos como especímenes en frascos.
El pasillo.
La lluvia.
Suzume pasando a su lado, ciega a su existencia.
Y detrás de ella, un eco.
Un paso rápido, una risa aguda como un cristal que se astilla al final de una nota. El roce de una mochila contra una chaqueta. Una voz que cortó el aire como un bisturí mal afilado:
—“¡Suz! ¡Espera!” —gritó, con un tono que pretendía ser alegre pero sonaba como una orden.
Amandine.
La actriz de segundo año, con su cabello castaño que caía en ondas perfectas y unos ojos verdes que parecían guardar un secreto venenoso. Siempre pegada a Suzume, una sombra que se movía con ella, que reía demasiado alto, que tocaba su brazo como si tuviera derecho a reclamarla.
Lucien lo vio claro. No fue una revelación repentina, sino una verdad que emergió lentamente, como un cuerpo que sube a la superficie de un lago. Amandine no era solo una amiga. Era un muro. Una barrera entre Suzume y el mundo. Entre Suzume y él.
La idea se instaló en su mente con la suavidad de una enfermedad crónica, enraizándose en cada rincón de su alma. Amandine no amaba a Suzume, no como él, no con la devoción de un sacerdote ante un altar roto. Lo suyo era posesión, un deseo tóxico de controlarla, de mantenerla encadenada a su lado.
Esa noche, en la penumbra de su dormitorio, Lucien abrió su cuaderno negro. No era el de las clases, lleno de diagramas arteriales y notas sobre sinapsis. Este era su evangelio privado, donde los nombres se convertían en sentencias y los horarios en profecías.
Con una pluma que temblaba ligeramente, escribió en la última página:
Amandine Gaëlle Rousseau. Obstáculo. Intervención necesaria.
No fue un impulso. Lucien no actuaba por impulsos. Su mente era un laboratorio estéril, donde cada decisión se medía con la precisión de una pipeta, donde cada acción era un experimento con un propósito.
Comenzó con sutileza, como un científico que prueba una hipótesis.
Sabía que Amandine tenía un hábito vulnerable: siempre dejaba su botella de agua, sin tapa, sobre su asiento en la sala de ensayos. Una botella de plástico barata, siempre la misma marca, siempre abierta, como si confiara en que el mundo no la traicionaría.
Lucien pasaba por allí cada martes, al salir de química avanzada, con el olor a cloroformo aún pegado a los guantes que guardaba en su mochila. Nadie lo notaba. Era un espectro en los pasillos, un mueble más entre las sombras del campus.
La segunda semana, la audacia lo consumió. En el silencio del laboratorio, bajo la luz estéril, extrajo una microdosis de belladona, diluida con precisión quirúrgica hasta el borde de lo imperceptible. Lo suficiente para que el veneno susurrara en la sangre de Amandine, para que sus pupilas se abrieran como pozos oscuros, para que su lengua se secara y el mundo girara en un vértigo que ella no podía nombrar.
En el teatro, el aire estaba cargado de polvo y el murmullo de los ensayos. Amandine, en el centro del escenario, dejó caer el guion al suelo. Sus manos temblaban, y un sudor frío perlaba su frente.
— “¿Estás bien, Amandine?” —preguntó Suzume, inclinándose hacia ella, su voz teñida de preocupación.
Amandine parpadeó, sus ojos vidriosos luchando por enfocar la figura de su amiga.
— “No… no lo sé” —murmuró, su voz apenas un hilo—. “Es como si… el aire pesara. Todo da vueltas.”
El profesor de arte, un hombre de gafas gruesas y gesto impaciente, alzó la vista desde su libreto.
— “¡Amandine, concéntrate! No tenemos toda la noche.”
Ella asintió débilmente, pero sus rodillas cedieron un instante, y tuvo que apoyarse en el borde de una silla. Suzume frunció el ceño y se acercó más, sus manos buscando las de Amandine.
— “¿Es tu estómago? ¿Comiste algo raro?” —insistió, su tono ahora más urgente.
— “No comí nada… solo agua” —respondió Amandine, señalando la botella que descansaba en una mesa cercana. Su respiración era superficial, y un escalofrío le recorrió la espalda—. “Tal vez… tal vez estoy enferma.”
El jueves, Amandine no apareció en el ensayo.
—“Está enferma” —dijo una compañera en la cafetería, con un susurro de preocupación—. “Vomitó toda la mañana. Dice que le arde la garganta.”
Lucien, sentado en una mesa apartada, fingió leer un libro. Pero sus labios se curvaron en una sonrisa mínima, casi invisible. No era alegría. No era placer. Era la satisfacción de un cálculo correcto, de un experimento que avanza según lo previsto.
Los días siguientes, afinó su arte. Aumentó las dosis con la precisión de un relojero, cambiando de sustancia para evitar patrones evidentes. Una mezcla de alcaloides y enzimas, preparada en the laboratorio bajo la luz fría de los fluorescentes, cada gota medida con una devoción casi religiosa.
Vio a Amandine toser en medio de un ensayo, con un sonido ronco, como si su garganta estuviera llena de grava. La vio tambalearse al bajar una escalera, con la mano apretada contra el pecho, como si el aire le pesara. La vio quedarse sola, con la voz rota y los ojos inyectados, mientras Suzume se alejaba, con el rostro tenso por la preocupación.
Cada síntoma era una nota en la sinfonía de Lucien. Cada tos, cada paso débil, era un ladrillo que caía del muro que la separaba de él.
Amandine estaba desapareciendo.
Y Lucien no sentía culpa.
Ella lo merecía. Había osado interponerse en algo sagrado, algo que ni el tiempo ni la muerte podían tocar. Suzume era un poema, y Amandine, una mancha de tinta que debía borrarse.
Cada día que pasaba, el momento se acercaba. El instante en que Suzume lo miraría, sin sombras, sin guardianes. El instante en que el mundo volvería a alinearse, como un hueso que encaja en su lugar tras un crujido.
—“Pronto” —susurró Lucien, solo en su dormitorio, con el cuaderno abierto y la gardenia seca aplastada entre las páginas—. “Pronto serás libre.”
Sus dedos rozaron los pétalos deshechos, y por un instante, imaginó la piel de Suzume bajo ellos: cálida, viva, suya.
El pasillo.
La lluvia.
Suzume pasando a su lado, ciega a su existencia.
Y detrás de ella, un eco.
Un paso rápido, una risa aguda como un cristal que se astilla al final de una nota. El roce de una mochila contra una chaqueta. Una voz que cortó el aire como un bisturí mal afilado:
—“¡Suz! ¡Espera!” —gritó, con un tono que pretendía ser alegre pero sonaba como una orden.
Amandine.
La actriz de segundo año, con su cabello castaño que caía en ondas perfectas y unos ojos verdes que parecían guardar un secreto venenoso. Siempre pegada a Suzume, una sombra que se movía con ella, que reía demasiado alto, que tocaba su brazo como si tuviera derecho a reclamarla.
Lucien lo vio claro. No fue una revelación repentina, sino una verdad que emergió lentamente, como un cuerpo que sube a la superficie de un lago. Amandine no era solo una amiga. Era un muro. Una barrera entre Suzume y el mundo. Entre Suzume y él.
La idea se instaló en su mente con la suavidad de una enfermedad crónica, enraizándose en cada rincón de su alma. Amandine no amaba a Suzume, no como él, no con la devoción de un sacerdote ante un altar roto. Lo suyo era posesión, un deseo tóxico de controlarla, de mantenerla encadenada a su lado.
Esa noche, en la penumbra de su dormitorio, Lucien abrió su cuaderno negro. No era el de las clases, lleno de diagramas arteriales y notas sobre sinapsis. Este era su evangelio privado, donde los nombres se convertían en sentencias y los horarios en profecías.
Con una pluma que temblaba ligeramente, escribió en la última página:
Amandine Gaëlle Rousseau. Obstáculo. Intervención necesaria.
No fue un impulso. Lucien no actuaba por impulsos. Su mente era un laboratorio estéril, donde cada decisión se medía con la precisión de una pipeta, donde cada acción era un experimento con un propósito.
Comenzó con sutileza, como un científico que prueba una hipótesis.
Sabía que Amandine tenía un hábito vulnerable: siempre dejaba su botella de agua, sin tapa, sobre su asiento en la sala de ensayos. Una botella de plástico barata, siempre la misma marca, siempre abierta, como si confiara en que el mundo no la traicionaría.
Lucien pasaba por allí cada martes, al salir de química avanzada, con el olor a cloroformo aún pegado a los guantes que guardaba en su mochila. Nadie lo notaba. Era un espectro en los pasillos, un mueble más entre las sombras del campus.
La segunda semana, la audacia lo consumió. En el silencio del laboratorio, bajo la luz estéril, extrajo una microdosis de belladona, diluida con precisión quirúrgica hasta el borde de lo imperceptible. Lo suficiente para que el veneno susurrara en la sangre de Amandine, para que sus pupilas se abrieran como pozos oscuros, para que su lengua se secara y el mundo girara en un vértigo que ella no podía nombrar.
En el teatro, el aire estaba cargado de polvo y el murmullo de los ensayos. Amandine, en el centro del escenario, dejó caer el guion al suelo. Sus manos temblaban, y un sudor frío perlaba su frente.
— “¿Estás bien, Amandine?” —preguntó Suzume, inclinándose hacia ella, su voz teñida de preocupación.
Amandine parpadeó, sus ojos vidriosos luchando por enfocar la figura de su amiga.
— “No… no lo sé” —murmuró, su voz apenas un hilo—. “Es como si… el aire pesara. Todo da vueltas.”
El profesor de arte, un hombre de gafas gruesas y gesto impaciente, alzó la vista desde su libreto.
— “¡Amandine, concéntrate! No tenemos toda la noche.”
Ella asintió débilmente, pero sus rodillas cedieron un instante, y tuvo que apoyarse en el borde de una silla. Suzume frunció el ceño y se acercó más, sus manos buscando las de Amandine.
— “¿Es tu estómago? ¿Comiste algo raro?” —insistió, su tono ahora más urgente.
— “No comí nada… solo agua” —respondió Amandine, señalando la botella que descansaba en una mesa cercana. Su respiración era superficial, y un escalofrío le recorrió la espalda—. “Tal vez… tal vez estoy enferma.”
El jueves, Amandine no apareció en el ensayo.
—“Está enferma” —dijo una compañera en la cafetería, con un susurro de preocupación—. “Vomitó toda la mañana. Dice que le arde la garganta.”
Lucien, sentado en una mesa apartada, fingió leer un libro. Pero sus labios se curvaron en una sonrisa mínima, casi invisible. No era alegría. No era placer. Era la satisfacción de un cálculo correcto, de un experimento que avanza según lo previsto.
Los días siguientes, afinó su arte. Aumentó las dosis con la precisión de un relojero, cambiando de sustancia para evitar patrones evidentes. Una mezcla de alcaloides y enzimas, preparada en the laboratorio bajo la luz fría de los fluorescentes, cada gota medida con una devoción casi religiosa.
Vio a Amandine toser en medio de un ensayo, con un sonido ronco, como si su garganta estuviera llena de grava. La vio tambalearse al bajar una escalera, con la mano apretada contra el pecho, como si el aire le pesara. La vio quedarse sola, con la voz rota y los ojos inyectados, mientras Suzume se alejaba, con el rostro tenso por la preocupación.
Cada síntoma era una nota en la sinfonía de Lucien. Cada tos, cada paso débil, era un ladrillo que caía del muro que la separaba de él.
Amandine estaba desapareciendo.
Y Lucien no sentía culpa.
Ella lo merecía. Había osado interponerse en algo sagrado, algo que ni el tiempo ni la muerte podían tocar. Suzume era un poema, y Amandine, una mancha de tinta que debía borrarse.
Cada día que pasaba, el momento se acercaba. El instante en que Suzume lo miraría, sin sombras, sin guardianes. El instante en que el mundo volvería a alinearse, como un hueso que encaja en su lugar tras un crujido.
—“Pronto” —susurró Lucien, solo en su dormitorio, con el cuaderno abierto y la gardenia seca aplastada entre las páginas—. “Pronto serás libre.”
Sus dedos rozaron los pétalos deshechos, y por un instante, imaginó la piel de Suzume bajo ellos: cálida, viva, suya.
ACTO V - La memoria es un veneno viscoso
La memoria era un veneno viscoso, un líquido que se deslizaba entre los dedos como sangre tibia, imposible de contener a menos que se lo atrapara con fuerza. Pero Lucien era un alquimista de recuerdos, un cirujano que sabía abrir las costuras del pasado y coserlas con hilos de certeza.
El pasillo.
La lluvia.
Suzume, ciega a su existencia.
Y Amandine, gritando su nombre como una profanación.
La noticia llegó con la mañana, envuelta en susurros y miradas nerviosas que rebotaban por los pasillos de Bellgrave como insectos atrapados en un frasco.
Amandine Gaëlle Rousseau estaba en el hospital. Fiebre que ardía como un incendio forestal, vómitos que dejaban un reguero de bilis y sangre, alucinaciones que la hacían murmurar nombres que nadie reconocía. Su tos era un eco de épocas olvidadas, un sonido húmedo, como si sus pulmones se deshicieran con cada exhalación.
En la sala de profesores, las voces se alzaban en un coro de preocupación y conjeturas.
—“Es un virus, tiene que serlo” —dijo la profesora de literatura, la señora Dubois, con las manos apretando una taza de té que ya se había enfriado—. “La fiebre, los vómitos, las pupilas dilatadas… ¿han visto sus ojos? Parecen platos negros.”
—“No es un virus común” —interrumpió el doctor Vargas, el biólogo, ajustándose las gafas con un gesto nervioso—. “Los análisis preliminares no muestran nada claro. Podría ser algo ambiental, algo en el agua… o una intoxicación.”
—“¿Intoxicación?” —la voz de la directora, Madame Lefèvre, cortó el aire como un bisturí—. “¿Estás sugiriendo que alguien en Bellgrave está envenenando a los estudiantes?”
—“No estoy sugiriendo nada” —replicó Vargas, alzando las manos—. “Solo digo que los síntomas no encajan con un virus típico. Es demasiado… específico.”
—“Por Dios, no empecemos con teorías conspirativas” —espetó Dubois, aunque su voz temblaba—. “Cancelaremos las actividades extracurriculares hasta que el hospital nos dé un diagnóstico. No podemos arriesgarnos.”
Lucien, sentado en el fondo de la cafetería, escuchó los rumores que circulaban en el colegio, algo que los profesores estaban pensando, algo que se había filtrado desde la sala de profesores. Sus labios se curvaron en una sonrisa que no llegó a sus ojos. Era un espectador de su propia obra, la más importante de su vida, y todos salvo Suzume, eran sus actores.
—“¿Un virus?” —murmuró para sí mismo, con una risa baja, casi íntima, que se perdió en el murmullo del comedor—.
No era un virus. Era algo más elegante, más preciso. Un veneno escrito en versos, destilado con la paciencia de un poeta.
Amandine había sido su lienzo, y la belladona, su pincel. En microdosis, la belladona era un susurro mortal: una gota apenas, diluida en agua, podía dilatar las pupilas hasta que el mundo se volviera un borrón, secar la garganta como si estuviera llena de arena, acelerar el pulso hasta que el corazón tropezara consigo mismo. En dosis mayores, pero aún sutiles, provocaba fiebre, náuseas, un vértigo que hacía que el suelo se inclinara. Y en las sombras de su efecto, alucinaciones: rostros que no estaban allí, voces que susurraban desde las paredes. Amandine no lo sabía, pero cada sorbo de su botella de agua la había acercado más al borde del abismo.
Lucien no era un monstruo. Era un escultor, moldeando el mundo para que Suzume pudiera brillar.
Esa tarde, el teatro estaba desierto.
Sin Amandine, los ensayos se habían suspendido, dejando un vacío que resonaba como un grito ahogado. Los actores vagaban por el campus, atrapados entre la preocupación y el caos. Suzume era una sombra de sí misma: sus pasos más lentos, su mirada ausente, como una estatua que había perdido su pedestal.
Lucien lo vio como una señal.
Sin Amandine, el escenario estaba despejado. La protagonista, al fin, estaba sola.
Esperó hasta el final de la jornada, oculto bajo el arco lateral de la sala de iluminación, donde las sombras se alargaban como dedos que intentaban tocar lo intocable. Sabía su rutina como si fuera un evangelio: Suzume siempre era la última en salir, con su cuaderno de tapas rojas bajo el brazo y el abrigo colgando de un hombro como un ala rota.
La vio acercarse, con el cabello marrón oscuro cayendo en cascada sobre su rostro, como si intentara esconderse del mundo. El corazón de Lucien golpeó sus costillas, un tambor de guerra que resonaba en sus sienes.
Era el momento.
—“Hola, Suzume…” —dijo, con una voz que temblaba ligeramente, como un hilo a punto de romperse.
Ella se detuvo. Lo miró.
Sus ojos, oscuros como pozos sin fondo, eran amables, pero vacíos. Una sonrisa educada, del tipo que se ofrece a un extraño en un ascensor. Pero realmente en aquel momento no deseaba hablar con nadie.
—“Hola. ¿Sí? ¿Qué necesitas?” —preguntó, con un tono suave pero distante.
Lucien parpadeó. El mundo se inclinó, como si una lámpara colgara de un cable suelto, a punto de estrellarse.
—“Nada… solo quería saber cómo estás, saludarte” —respondió, forzando las palabras a salir, aunque cada una pesaba como plomo.
Suzume frunció el ceño, apenas, y su sonrisa se volvió rígida, como una máscara de cera a punto de derretirse.
—“Bien… gracias. ¿Y tú eres…?” —dijo, ladeando la cabeza.
Las palabras cayeron como un filo invisible, cortando el aire, cortándolo a él.
¿Y tú eres?
El eco de esas tres palabras se abrió en su pecho como una herida que no sangra. Por un segundo, el tiempo se detuvo. El murmullo de la lluvia, el crujir de las hojas bajo los pies de Suzume, todo se desvaneció.
No era posible.
Ella sabía.
Debía saber.
Las gardenias, las miradas, las frases en el escenario. Todo había sido para él.
—“Soy Lucien… del curso de ciencias” —dijo, con la voz apretada, como si las palabras tuvieran que abrirse paso a través de un nudo—. “Nos hemos visto varias veces. En tus obras…”
Suzume asintió, con una cortesía que era casi un insulto. No había reconocimiento en sus ojos, solo la amabilidad mecánica de quien no quiere ser grosero.
—“Ah… bueno. Un gusto entonces” —dijo, ya girándose, con el cuaderno apretado contra el pecho—. “Que tengas buena tarde.”
Y se fue.
Así, sin más.
Como si él fuera un borrón en el borde de su mundo. Como si nunca hubiera existido. Como si las gardenias, las miradas, los susurros en el escenario fueran un sueño que solo él había soñado.
Lucien se quedó inmóvil, con el aire denso y pesado en los pulmones. Las palabras de Suzume se repetían en su cabeza, no como una alarma, sino como un código.
—“¿Por qué finge no conocerme?” —pensó, con la mirada fija en el lugar donde ella había estado, como si pudiera convocarla de vuelta con la fuerza de su voluntad.
No era un rechazo. Era una actuación. Otra de sus máscaras, otro de sus papeles. Ella no podía nombrarlo, no en público, no si alguien la vigilaba.
Alguien.
Amandine había sido el primer obstáculo, pero no el único. Había otros hilos en la red, otras sombras que la mantenían atrapada.
Esa noche, en su dormitorio, Lucien abrió su cuaderno negro bajo la luz enfermiza de la lámpara. Tachó el nombre de Amandine con una línea lenta, deliberada, como si cortara una arteria. Luego rodeó otros nombres, añadiendo nuevos:
La enfermera, que siempre pregunta demasiado.
El profesor de teatro, con sus manos que se demoran en los hombros de Suzume.
El alumno rubio que la siguió el martes pasado, riendo como si tuviera derecho.
Tal vez Suzume fingía para protegerlo. Tal vez su olvido era una advertencia, un escudo para mantenerlo a salvo. O tal vez…
Una idea nueva, afilada como un bisturí, comenzó a arder en su mente, como el primer síntoma de una fiebre mortal.
Tal vez no era ella quien fingía. Tal vez la habían alterado. Drogas en su agua, sugestión en sus ensayos, un veneno más sutil que el suyo, tejido en su mente para borrar lo que habían compartido.
Lucien cerró el cuaderno con un golpe seco y miró al techo, donde las sombras parecían moverse como dedos que escribían un mensaje.
Eliminar obstáculos ya no era suficiente.
Tenía que llegar a la raíz. Al núcleo de la mentira que la mantenía prisionera.
Suzume no lo había olvidado. No podía. No después de las gardenias, de las miradas, de las palabras que le había susurrado desde el escenario.
Ella lo amaba. Lo había amado en silencio, en cada gesto, en cada pausa. Y lo seguiría haciendo, una vez que él la liberara del hechizo que la cegaba.
—“Pronto” —susurró, con los dedos apretando la gardenia seca hasta que los pétalos se deshicieron en polvo—. “Pronto estarás conmigo.”
Lucien estaba atrapado en un torbellino de pensamientos, un enredo de ideas como cables pelados chispeando en la penumbra de su mente. No había orden, solo un zumbido caótico, un ruido blanco que lo devoraba. Hasta que, de pronto, un estremecimiento lo arrancó del abismo: el celular vibró en su bolsillo, un pulso eléctrico contra su pierna. Sacó el dispositivo con dedos torpes, y allí, en la pantalla, una palabra desnuda, suspendida como un oráculo: “Hola”.
Nada más. Una sílaba que flotaba como un mensaje llegado desde el otro lado de un espejo roto. Lucien frunció el ceño, el corazón latiendo con un ritmo desacompasado. Nadie tenía su número. Nadie.
Con manos tensas, como si sostuviera un artefacto a punto de detonar, tecleó:
—“¿Quién eres? ¿Cómo conseguiste mi número?”
La respuesta llegó como un relámpago: un corazón rojo, brillante, seguido de una frase que danzó en la pantalla:
—“Soy tu admiradora. Tengo mis métodos.”
El aire se espesó. Lucien sintió cómo su mente, antes un caos, comenzaba a afilarse, quirúrgica, precisa. Sus dedos volaron sobre el teclado:
—“¿Cómo eres?”
La réplica fue un desafío envuelto en terciopelo:
—“¿Cómo te gustan?”
Él sonrió, una chispa de audacia encendiéndose en su pecho.
—“Eso… depende.”
Un emoticón risueño parpadeó en la pantalla, seguido de una frase que lo hizo contener el aliento:
—“Digamos que me fascina el arte. Y la puesta en escena.”
El corazón de Lucien dio un vuelco, una corriente dulce y eléctrica recorriéndolo. Tenía que ser ella. Suzume. La certeza lo golpeó como una verdad revelada.
—“¿Por qué hoy no quisiste hablar conmigo?” —tecleó, su voz interior apenas un susurro, como si temiera romper un hechizo frágil.
—“Porque no pude… ¿Te imaginas mi apariencia?”
Lucien cerró los ojos un instante, la imagen de ella destellando en su mente como un cuadro a medio pintar. Sonrió, apenas una curva leve en sus labios, y escribió, cada palabra una plegaria tallada con cuidado:
—“No necesito imaginarte. Eres un milagro arquitectónico. Tus clavículas son arcos góticos que sostienen el peso de un cielo privado. Tus costillas, un santuario que guarda el latido perfecto de un corazón calibrado por los dioses. Tus manos, delicadas, son poesía ósea, metacarpianos esculpidos con la precisión de un escultor divino. Y tus caderas… oh, tus caderas trazan la curva más armónica que la evolución ha concebido. Una obra maestra sin fisuras, sin excesos.”
El mensaje quedó suspendido en la pantalla, una confesión envuelta en seda, vulnerable y afilada. Lucien contuvo el aliento, los ojos fijos en el resplandor del celular, como si la pantalla pudiera devolverle el reflejo de su propio deseo.
El silencio se extendió, denso, expectante, como el instante antes de una incisión. Los minutos se arrastraron, cada segundo un peso en su pecho.
Y entonces, la respuesta:
—“Wow… eres un loquito, ¿verdad? Jiji.”
Lucien dejó escapar una sonrisa sesgada, no amplia, sino íntima, como si por un instante pudiera habitar otra piel. Escribir le otorgaba una licencia sagrada, un permiso para ser otro: alguien que no tropezaba con las palabras, que no se ahogaba en la garganta.
Pero en la vida real… en la vida real era un cuerpo torpe, un amasijo de vacilaciones. Un cuerpo que no sabía danzar con las palabras ni descifrar el deseo ajeno. A pesar de las cartas anónimas que encontraba entre las páginas de sus libros —notas perfumadas con promesas adolescentes que alababan sus ojos “extraños” y su mente afilada—, su ego no se inclinaba hacia el romance. No sabía qué hacer con esas palabras ajenas, con esas confesiones que olían a jazmín y vulnerabilidad.
Su vanidad no vivía en los espejos ni en las voces. Habitaba en los libros, en las sinapsis, en los nombres latinos que danzaban en su mente como conjuros: ganglio basilar, retículo endoplasmático, acetilcolina. Su orgullo se erguía en la disección limpia de lo vivo, en la alquimia de lo inerte transformada en fuego.
Hablar con chicas, sin embargo, era como operar con guantes de plomo. Era torpe. Terriblemente torpe.
Y aun así, detrás de la pantalla, algo en él se desataba. Algo se atrevía a respirar.
—“¿Quién eres en verdad?” —tecleó, su pulso acelerado, como si cada letra lo acercara más al borde de un precipicio.
La respuesta llegó, ligera, pero cargada de una promesa tácita:
—“Tú sabes muy bien quién soy.”
Lucien sintió un escalofrío. Sabía que era Suzume, ¿quién más podría ser que ella?
El pasillo.
La lluvia.
Suzume, ciega a su existencia.
Y Amandine, gritando su nombre como una profanación.
La noticia llegó con la mañana, envuelta en susurros y miradas nerviosas que rebotaban por los pasillos de Bellgrave como insectos atrapados en un frasco.
Amandine Gaëlle Rousseau estaba en el hospital. Fiebre que ardía como un incendio forestal, vómitos que dejaban un reguero de bilis y sangre, alucinaciones que la hacían murmurar nombres que nadie reconocía. Su tos era un eco de épocas olvidadas, un sonido húmedo, como si sus pulmones se deshicieran con cada exhalación.
En la sala de profesores, las voces se alzaban en un coro de preocupación y conjeturas.
—“Es un virus, tiene que serlo” —dijo la profesora de literatura, la señora Dubois, con las manos apretando una taza de té que ya se había enfriado—. “La fiebre, los vómitos, las pupilas dilatadas… ¿han visto sus ojos? Parecen platos negros.”
—“No es un virus común” —interrumpió el doctor Vargas, el biólogo, ajustándose las gafas con un gesto nervioso—. “Los análisis preliminares no muestran nada claro. Podría ser algo ambiental, algo en el agua… o una intoxicación.”
—“¿Intoxicación?” —la voz de la directora, Madame Lefèvre, cortó el aire como un bisturí—. “¿Estás sugiriendo que alguien en Bellgrave está envenenando a los estudiantes?”
—“No estoy sugiriendo nada” —replicó Vargas, alzando las manos—. “Solo digo que los síntomas no encajan con un virus típico. Es demasiado… específico.”
—“Por Dios, no empecemos con teorías conspirativas” —espetó Dubois, aunque su voz temblaba—. “Cancelaremos las actividades extracurriculares hasta que el hospital nos dé un diagnóstico. No podemos arriesgarnos.”
Lucien, sentado en el fondo de la cafetería, escuchó los rumores que circulaban en el colegio, algo que los profesores estaban pensando, algo que se había filtrado desde la sala de profesores. Sus labios se curvaron en una sonrisa que no llegó a sus ojos. Era un espectador de su propia obra, la más importante de su vida, y todos salvo Suzume, eran sus actores.
—“¿Un virus?” —murmuró para sí mismo, con una risa baja, casi íntima, que se perdió en el murmullo del comedor—.
No era un virus. Era algo más elegante, más preciso. Un veneno escrito en versos, destilado con la paciencia de un poeta.
Amandine había sido su lienzo, y la belladona, su pincel. En microdosis, la belladona era un susurro mortal: una gota apenas, diluida en agua, podía dilatar las pupilas hasta que el mundo se volviera un borrón, secar la garganta como si estuviera llena de arena, acelerar el pulso hasta que el corazón tropezara consigo mismo. En dosis mayores, pero aún sutiles, provocaba fiebre, náuseas, un vértigo que hacía que el suelo se inclinara. Y en las sombras de su efecto, alucinaciones: rostros que no estaban allí, voces que susurraban desde las paredes. Amandine no lo sabía, pero cada sorbo de su botella de agua la había acercado más al borde del abismo.
Lucien no era un monstruo. Era un escultor, moldeando el mundo para que Suzume pudiera brillar.
Esa tarde, el teatro estaba desierto.
Sin Amandine, los ensayos se habían suspendido, dejando un vacío que resonaba como un grito ahogado. Los actores vagaban por el campus, atrapados entre la preocupación y el caos. Suzume era una sombra de sí misma: sus pasos más lentos, su mirada ausente, como una estatua que había perdido su pedestal.
Lucien lo vio como una señal.
Sin Amandine, el escenario estaba despejado. La protagonista, al fin, estaba sola.
Esperó hasta el final de la jornada, oculto bajo el arco lateral de la sala de iluminación, donde las sombras se alargaban como dedos que intentaban tocar lo intocable. Sabía su rutina como si fuera un evangelio: Suzume siempre era la última en salir, con su cuaderno de tapas rojas bajo el brazo y el abrigo colgando de un hombro como un ala rota.
La vio acercarse, con el cabello marrón oscuro cayendo en cascada sobre su rostro, como si intentara esconderse del mundo. El corazón de Lucien golpeó sus costillas, un tambor de guerra que resonaba en sus sienes.
Era el momento.
—“Hola, Suzume…” —dijo, con una voz que temblaba ligeramente, como un hilo a punto de romperse.
Ella se detuvo. Lo miró.
Sus ojos, oscuros como pozos sin fondo, eran amables, pero vacíos. Una sonrisa educada, del tipo que se ofrece a un extraño en un ascensor. Pero realmente en aquel momento no deseaba hablar con nadie.
—“Hola. ¿Sí? ¿Qué necesitas?” —preguntó, con un tono suave pero distante.
Lucien parpadeó. El mundo se inclinó, como si una lámpara colgara de un cable suelto, a punto de estrellarse.
—“Nada… solo quería saber cómo estás, saludarte” —respondió, forzando las palabras a salir, aunque cada una pesaba como plomo.
Suzume frunció el ceño, apenas, y su sonrisa se volvió rígida, como una máscara de cera a punto de derretirse.
—“Bien… gracias. ¿Y tú eres…?” —dijo, ladeando la cabeza.
Las palabras cayeron como un filo invisible, cortando el aire, cortándolo a él.
¿Y tú eres?
El eco de esas tres palabras se abrió en su pecho como una herida que no sangra. Por un segundo, el tiempo se detuvo. El murmullo de la lluvia, el crujir de las hojas bajo los pies de Suzume, todo se desvaneció.
No era posible.
Ella sabía.
Debía saber.
Las gardenias, las miradas, las frases en el escenario. Todo había sido para él.
—“Soy Lucien… del curso de ciencias” —dijo, con la voz apretada, como si las palabras tuvieran que abrirse paso a través de un nudo—. “Nos hemos visto varias veces. En tus obras…”
Suzume asintió, con una cortesía que era casi un insulto. No había reconocimiento en sus ojos, solo la amabilidad mecánica de quien no quiere ser grosero.
—“Ah… bueno. Un gusto entonces” —dijo, ya girándose, con el cuaderno apretado contra el pecho—. “Que tengas buena tarde.”
Y se fue.
Así, sin más.
Como si él fuera un borrón en el borde de su mundo. Como si nunca hubiera existido. Como si las gardenias, las miradas, los susurros en el escenario fueran un sueño que solo él había soñado.
Lucien se quedó inmóvil, con el aire denso y pesado en los pulmones. Las palabras de Suzume se repetían en su cabeza, no como una alarma, sino como un código.
—“¿Por qué finge no conocerme?” —pensó, con la mirada fija en el lugar donde ella había estado, como si pudiera convocarla de vuelta con la fuerza de su voluntad.
No era un rechazo. Era una actuación. Otra de sus máscaras, otro de sus papeles. Ella no podía nombrarlo, no en público, no si alguien la vigilaba.
Alguien.
Amandine había sido el primer obstáculo, pero no el único. Había otros hilos en la red, otras sombras que la mantenían atrapada.
Esa noche, en su dormitorio, Lucien abrió su cuaderno negro bajo la luz enfermiza de la lámpara. Tachó el nombre de Amandine con una línea lenta, deliberada, como si cortara una arteria. Luego rodeó otros nombres, añadiendo nuevos:
La enfermera, que siempre pregunta demasiado.
El profesor de teatro, con sus manos que se demoran en los hombros de Suzume.
El alumno rubio que la siguió el martes pasado, riendo como si tuviera derecho.
Tal vez Suzume fingía para protegerlo. Tal vez su olvido era una advertencia, un escudo para mantenerlo a salvo. O tal vez…
Una idea nueva, afilada como un bisturí, comenzó a arder en su mente, como el primer síntoma de una fiebre mortal.
Tal vez no era ella quien fingía. Tal vez la habían alterado. Drogas en su agua, sugestión en sus ensayos, un veneno más sutil que el suyo, tejido en su mente para borrar lo que habían compartido.
Lucien cerró el cuaderno con un golpe seco y miró al techo, donde las sombras parecían moverse como dedos que escribían un mensaje.
Eliminar obstáculos ya no era suficiente.
Tenía que llegar a la raíz. Al núcleo de la mentira que la mantenía prisionera.
Suzume no lo había olvidado. No podía. No después de las gardenias, de las miradas, de las palabras que le había susurrado desde el escenario.
Ella lo amaba. Lo había amado en silencio, en cada gesto, en cada pausa. Y lo seguiría haciendo, una vez que él la liberara del hechizo que la cegaba.
—“Pronto” —susurró, con los dedos apretando la gardenia seca hasta que los pétalos se deshicieron en polvo—. “Pronto estarás conmigo.”
Lucien estaba atrapado en un torbellino de pensamientos, un enredo de ideas como cables pelados chispeando en la penumbra de su mente. No había orden, solo un zumbido caótico, un ruido blanco que lo devoraba. Hasta que, de pronto, un estremecimiento lo arrancó del abismo: el celular vibró en su bolsillo, un pulso eléctrico contra su pierna. Sacó el dispositivo con dedos torpes, y allí, en la pantalla, una palabra desnuda, suspendida como un oráculo: “Hola”.
Nada más. Una sílaba que flotaba como un mensaje llegado desde el otro lado de un espejo roto. Lucien frunció el ceño, el corazón latiendo con un ritmo desacompasado. Nadie tenía su número. Nadie.
Con manos tensas, como si sostuviera un artefacto a punto de detonar, tecleó:
—“¿Quién eres? ¿Cómo conseguiste mi número?”
La respuesta llegó como un relámpago: un corazón rojo, brillante, seguido de una frase que danzó en la pantalla:
—“Soy tu admiradora. Tengo mis métodos.”
El aire se espesó. Lucien sintió cómo su mente, antes un caos, comenzaba a afilarse, quirúrgica, precisa. Sus dedos volaron sobre el teclado:
—“¿Cómo eres?”
La réplica fue un desafío envuelto en terciopelo:
—“¿Cómo te gustan?”
Él sonrió, una chispa de audacia encendiéndose en su pecho.
—“Eso… depende.”
Un emoticón risueño parpadeó en la pantalla, seguido de una frase que lo hizo contener el aliento:
—“Digamos que me fascina el arte. Y la puesta en escena.”
El corazón de Lucien dio un vuelco, una corriente dulce y eléctrica recorriéndolo. Tenía que ser ella. Suzume. La certeza lo golpeó como una verdad revelada.
—“¿Por qué hoy no quisiste hablar conmigo?” —tecleó, su voz interior apenas un susurro, como si temiera romper un hechizo frágil.
—“Porque no pude… ¿Te imaginas mi apariencia?”
Lucien cerró los ojos un instante, la imagen de ella destellando en su mente como un cuadro a medio pintar. Sonrió, apenas una curva leve en sus labios, y escribió, cada palabra una plegaria tallada con cuidado:
—“No necesito imaginarte. Eres un milagro arquitectónico. Tus clavículas son arcos góticos que sostienen el peso de un cielo privado. Tus costillas, un santuario que guarda el latido perfecto de un corazón calibrado por los dioses. Tus manos, delicadas, son poesía ósea, metacarpianos esculpidos con la precisión de un escultor divino. Y tus caderas… oh, tus caderas trazan la curva más armónica que la evolución ha concebido. Una obra maestra sin fisuras, sin excesos.”
El mensaje quedó suspendido en la pantalla, una confesión envuelta en seda, vulnerable y afilada. Lucien contuvo el aliento, los ojos fijos en el resplandor del celular, como si la pantalla pudiera devolverle el reflejo de su propio deseo.
El silencio se extendió, denso, expectante, como el instante antes de una incisión. Los minutos se arrastraron, cada segundo un peso en su pecho.
Y entonces, la respuesta:
—“Wow… eres un loquito, ¿verdad? Jiji.”
Lucien dejó escapar una sonrisa sesgada, no amplia, sino íntima, como si por un instante pudiera habitar otra piel. Escribir le otorgaba una licencia sagrada, un permiso para ser otro: alguien que no tropezaba con las palabras, que no se ahogaba en la garganta.
Pero en la vida real… en la vida real era un cuerpo torpe, un amasijo de vacilaciones. Un cuerpo que no sabía danzar con las palabras ni descifrar el deseo ajeno. A pesar de las cartas anónimas que encontraba entre las páginas de sus libros —notas perfumadas con promesas adolescentes que alababan sus ojos “extraños” y su mente afilada—, su ego no se inclinaba hacia el romance. No sabía qué hacer con esas palabras ajenas, con esas confesiones que olían a jazmín y vulnerabilidad.
Su vanidad no vivía en los espejos ni en las voces. Habitaba en los libros, en las sinapsis, en los nombres latinos que danzaban en su mente como conjuros: ganglio basilar, retículo endoplasmático, acetilcolina. Su orgullo se erguía en la disección limpia de lo vivo, en la alquimia de lo inerte transformada en fuego.
Hablar con chicas, sin embargo, era como operar con guantes de plomo. Era torpe. Terriblemente torpe.
Y aun así, detrás de la pantalla, algo en él se desataba. Algo se atrevía a respirar.
—“¿Quién eres en verdad?” —tecleó, su pulso acelerado, como si cada letra lo acercara más al borde de un precipicio.
La respuesta llegó, ligera, pero cargada de una promesa tácita:
—“Tú sabes muy bien quién soy.”
Lucien sintió un escalofrío. Sabía que era Suzume, ¿quién más podría ser que ella?
ACTO VI - Julien Auster
El teatro encendió sus luces como un corazón que se niega a detenerse. Amandine seguía atrapada en un hospital lejano, su cuerpo desmoronándose bajo el peso de un veneno que nadie nombraba. Pero Suzume, radiante y frágil, continuaba los ensayos, como si la obra fuera su última resistencia contra el caos.
Lucien la observaba desde las sombras, un faro que ardía en la distancia, intocable pero eterno.
Estaba terriblemente feliz, pensando que durante estas noches estaba recibiendo mensajes con ella, y que su relación cada vez era más fuerte, solo debía ser paciente y esperar el momento perfecto para finalmente hablar en persona y confesar lo que sentían.
Y entonces su sonrisa se borró, cuándo lo vio.
Julien Auster.
El nuevo actor, un reemplazo que llenaba el escenario con una presencia que irritaba como una astilla bajo la piel. Alto, con una voz grave que resonaba en los huesos como un tambor lejano, Julien era un imán de risas fáciles y miradas cálidas. Suzume reía con él, demasiado a menudo, demasiado cerca. Sus manos se rozaban al pasar un guion, sus sonrisas se entrelazaban como hilos de una red que Lucien no podía soportar.
Julien era amable. Incluso con Lucien.
— “Hola”
Un saludo despreocupado al cruzarlo en los pasillos, como quien lanza una flor al viento sin esperar que alguien la recoja. Lo había notado desde hacía tiempo: Lucien observaba los ensayos con una devoción muda, como si el teatro fuera un altar y cada gesto, una liturgia secreta. Se sentaba en rincones oscuros, casi fundido con las sombras, pero Julien siempre lo reconocía.
Era difícil no hacerlo.
Julien irradiaba una luz inquietante. Rubio, de ojos castaños como tierra mojada, con una sonrisa afilada que no pedía permiso para abrir grietas. Tenía ese tipo de belleza que no se esfuerza, que simplemente sucede. Pasaba por los corredores como un ángel bien vestido, repartiendo simpatía como si fuera ilimitada.
Pero esa amabilidad era un barniz.
Una piel fina y falsa que olía a traición para Lucien.Lucien lo supo con la certeza de quien diagnostica una infección sin fiebre: Julien era el nuevo muro.
Actuó con la rapidez de un cirujano que corta antes de que la gangrena se extienda.
Julien bebía café todas las mañanas de un termo plateado, adornado con un sticker ridículo que proclamaba La vida es arte. Lo dejaba en la repisa del fondo durante los ensayos, descuidado, confiado, como si el mundo no tuviera ojos para sus errores.
Lucien ya había preparado una solución: escila marina, una toxina cardiaca extraída con la paciencia de un alquimista. En dosis mínimas, era un veneno sutil—palpitaciones que hacían temblar el pecho, ansiedad que apretaba la garganta, debilidad muscular que volvía las piernas de gelatina. No letal, no aún. Solo un susurro, un empujón hacia el borde.
La primera vez, el efecto fue invisible. Julien terminó su escena sin percances, su voz resonando con esa arrogancia que Lucien despreciaba.
La segunda vez, tosió a mitad de un monólogo, un sonido seco que cortó el aire como un cuchillo romo.
—“Perdón” —dijo, riendo, con una mano en el pecho—. “Debo estar cansado.”
La tercera vez, se desplomó en una silla al final del ensayo, con la frente perlada de sudor y una risa nerviosa.
—“No sé qué me pasa hoy” —murmuró, bebiendo agua como si pudiera lavar la debilidad—. “Demasiado café, supongo.”
Lucien, desde el pasillo, lo observó a través de una rendija en la puerta, con la calma quirúrgica de un científico que ve su experimento tomar forma. Sus dedos rozaron el frasco vacío en su bolsillo, el vidrio aún tibio por la mezcla.
Pero Julien no era Amandine.
Una tarde, tras el ensayo, Julien se acercó a su casillero con el ceño fruncido, los ojos entrecerrados como si buscara algo fuera de lugar. Abrió su termo, lo olfateó, tomó un sorbo. Su rostro se torció en una mueca de asco.
—“Qué raro… está como… amargo” —dijo, su voz baja, mirando alrededor con una cautela que no le pertenecía—.
Escupió el líquido en el suelo, un charco oscuro que olía a café rancio y algo más, algo químico. Guardó el termo, pero no volvió a beber de él ese día.
Lucien lo vio todo. Desde las sombras del pasillo, invisible, con el pulso latiendo en las sienes.
Por primera vez en semanas, un pinchazo frío le recorrió la nuca. Una posibilidad. La posibilidad de haber sido visto. O, peor aún, de haber sido sentido.
Al día siguiente, Julien llegó con una taza nueva. Acero inoxidable, sellada, con un candado en la tapa como si fuera un secreto de estado. No la dejó en la repisa. No la soltó en ningún momento. Sus dedos la aferraban como si supiera que el mundo tenía garras.
Y lo más inquietante: durante el ensayo, sus ojos se desviaban hacia donde estaba Lucien.
Not con acusación. No con certeza.
Con duda.
Una duda que quemó a Lucien desde dentro, como un ácido que corroe el hueso.
Esa noche, el sueño lo esquivó como un animal herido.
Lucien se sentó en su escritorio, con el cuaderno negro abierto bajo la luz enfermiza de la lámpara. Releyó cada anotación, cada línea trazada con precisión obsesiva. Repasó los gestos de Julien, los horarios, los pasos. Buscó errores—cámaras en los pasillos, testigos en las sombras, reflejos en los cristales.
No encontró nada.
Pero Julien había sentido algo. Una distorsión en el aire, una grieta en el velo.
—“Sabe algo” —susurró Lucien, con los dedos apretando el borde del cuaderno hasta que el papel crujió—. “O lo sospecha.”
Eso era peligroso.
Julien no era solo un obstáculo. Era un espejo, reflejando una verdad que Lucien no estaba listo para enfrentar.
No bastaba con el veneno sutil, con las palpitaciones que hacían temblar el corazón. Julien debía caer—rápido, profundo, definitivo.
Lucien comenzó a planear algo nuevo. Una mezcla más precisa, insípida, imposible de detectar. Algo que simulara una intoxicación alimentaria: náuseas violentas, un colapso repentino, un cuerpo que se dobla como una marioneta con los hilos cortados.
En el laboratorio, bajo la luz fría de los fluorescentes, mezcló cloruro de potasio con un extracto de ricina, diluido justo lo suficiente para retrasar los síntomas. El cloruro aceleraría el corazón hasta el colapso; la ricina corroería los órganos desde dentro, dejando un rastro de sangre y bilis que nadie podría rastrear hasta él.
—“Es por ella” —murmuró, mientras vertía la mezcla en un vial diminuto, sus manos firmes como las de un sacerdote en un sacrificio—. “Todo es por ella.”
Pero el equilibrio se había fracturado.
Julien no era Amandine. No era un peón que caía sin darse cuenta. Sus ojos, esa duda silenciosa, eran una amenaza.
Y por primera vez, Lucien sintió un peso nuevo en el pecho. No era duda—él no dudaba de su causa, de su amor. Era algo más sutil, más afilado.
La sensación de ser observado.
Como si otro autor estuviera escribiendo la historia, con una pluma más oscura, más fría. Como si alguien, en las sombras, supiera que esto no era amor.
—“No importa” —dijo, cerrando el vial con un chasquido que resonó como un disparo—. “Nadie me detendrá.”
Lucien la observaba desde las sombras, un faro que ardía en la distancia, intocable pero eterno.
Estaba terriblemente feliz, pensando que durante estas noches estaba recibiendo mensajes con ella, y que su relación cada vez era más fuerte, solo debía ser paciente y esperar el momento perfecto para finalmente hablar en persona y confesar lo que sentían.
Y entonces su sonrisa se borró, cuándo lo vio.
Julien Auster.
El nuevo actor, un reemplazo que llenaba el escenario con una presencia que irritaba como una astilla bajo la piel. Alto, con una voz grave que resonaba en los huesos como un tambor lejano, Julien era un imán de risas fáciles y miradas cálidas. Suzume reía con él, demasiado a menudo, demasiado cerca. Sus manos se rozaban al pasar un guion, sus sonrisas se entrelazaban como hilos de una red que Lucien no podía soportar.
Julien era amable. Incluso con Lucien.
— “Hola”
Un saludo despreocupado al cruzarlo en los pasillos, como quien lanza una flor al viento sin esperar que alguien la recoja. Lo había notado desde hacía tiempo: Lucien observaba los ensayos con una devoción muda, como si el teatro fuera un altar y cada gesto, una liturgia secreta. Se sentaba en rincones oscuros, casi fundido con las sombras, pero Julien siempre lo reconocía.
Era difícil no hacerlo.
Julien irradiaba una luz inquietante. Rubio, de ojos castaños como tierra mojada, con una sonrisa afilada que no pedía permiso para abrir grietas. Tenía ese tipo de belleza que no se esfuerza, que simplemente sucede. Pasaba por los corredores como un ángel bien vestido, repartiendo simpatía como si fuera ilimitada.
Pero esa amabilidad era un barniz.
Una piel fina y falsa que olía a traición para Lucien.Lucien lo supo con la certeza de quien diagnostica una infección sin fiebre: Julien era el nuevo muro.
Actuó con la rapidez de un cirujano que corta antes de que la gangrena se extienda.
Julien bebía café todas las mañanas de un termo plateado, adornado con un sticker ridículo que proclamaba La vida es arte. Lo dejaba en la repisa del fondo durante los ensayos, descuidado, confiado, como si el mundo no tuviera ojos para sus errores.
Lucien ya había preparado una solución: escila marina, una toxina cardiaca extraída con la paciencia de un alquimista. En dosis mínimas, era un veneno sutil—palpitaciones que hacían temblar el pecho, ansiedad que apretaba la garganta, debilidad muscular que volvía las piernas de gelatina. No letal, no aún. Solo un susurro, un empujón hacia el borde.
La primera vez, el efecto fue invisible. Julien terminó su escena sin percances, su voz resonando con esa arrogancia que Lucien despreciaba.
La segunda vez, tosió a mitad de un monólogo, un sonido seco que cortó el aire como un cuchillo romo.
—“Perdón” —dijo, riendo, con una mano en el pecho—. “Debo estar cansado.”
La tercera vez, se desplomó en una silla al final del ensayo, con la frente perlada de sudor y una risa nerviosa.
—“No sé qué me pasa hoy” —murmuró, bebiendo agua como si pudiera lavar la debilidad—. “Demasiado café, supongo.”
Lucien, desde el pasillo, lo observó a través de una rendija en la puerta, con la calma quirúrgica de un científico que ve su experimento tomar forma. Sus dedos rozaron el frasco vacío en su bolsillo, el vidrio aún tibio por la mezcla.
Pero Julien no era Amandine.
Una tarde, tras el ensayo, Julien se acercó a su casillero con el ceño fruncido, los ojos entrecerrados como si buscara algo fuera de lugar. Abrió su termo, lo olfateó, tomó un sorbo. Su rostro se torció en una mueca de asco.
—“Qué raro… está como… amargo” —dijo, su voz baja, mirando alrededor con una cautela que no le pertenecía—.
Escupió el líquido en el suelo, un charco oscuro que olía a café rancio y algo más, algo químico. Guardó el termo, pero no volvió a beber de él ese día.
Lucien lo vio todo. Desde las sombras del pasillo, invisible, con el pulso latiendo en las sienes.
Por primera vez en semanas, un pinchazo frío le recorrió la nuca. Una posibilidad. La posibilidad de haber sido visto. O, peor aún, de haber sido sentido.
Al día siguiente, Julien llegó con una taza nueva. Acero inoxidable, sellada, con un candado en la tapa como si fuera un secreto de estado. No la dejó en la repisa. No la soltó en ningún momento. Sus dedos la aferraban como si supiera que el mundo tenía garras.
Y lo más inquietante: durante el ensayo, sus ojos se desviaban hacia donde estaba Lucien.
Not con acusación. No con certeza.
Con duda.
Una duda que quemó a Lucien desde dentro, como un ácido que corroe el hueso.
Esa noche, el sueño lo esquivó como un animal herido.
Lucien se sentó en su escritorio, con el cuaderno negro abierto bajo la luz enfermiza de la lámpara. Releyó cada anotación, cada línea trazada con precisión obsesiva. Repasó los gestos de Julien, los horarios, los pasos. Buscó errores—cámaras en los pasillos, testigos en las sombras, reflejos en los cristales.
No encontró nada.
Pero Julien había sentido algo. Una distorsión en el aire, una grieta en el velo.
—“Sabe algo” —susurró Lucien, con los dedos apretando el borde del cuaderno hasta que el papel crujió—. “O lo sospecha.”
Eso era peligroso.
Julien no era solo un obstáculo. Era un espejo, reflejando una verdad que Lucien no estaba listo para enfrentar.
No bastaba con el veneno sutil, con las palpitaciones que hacían temblar el corazón. Julien debía caer—rápido, profundo, definitivo.
Lucien comenzó a planear algo nuevo. Una mezcla más precisa, insípida, imposible de detectar. Algo que simulara una intoxicación alimentaria: náuseas violentas, un colapso repentino, un cuerpo que se dobla como una marioneta con los hilos cortados.
En el laboratorio, bajo la luz fría de los fluorescentes, mezcló cloruro de potasio con un extracto de ricina, diluido justo lo suficiente para retrasar los síntomas. El cloruro aceleraría el corazón hasta el colapso; la ricina corroería los órganos desde dentro, dejando un rastro de sangre y bilis que nadie podría rastrear hasta él.
—“Es por ella” —murmuró, mientras vertía la mezcla en un vial diminuto, sus manos firmes como las de un sacerdote en un sacrificio—. “Todo es por ella.”
Pero el equilibrio se había fracturado.
Julien no era Amandine. No era un peón que caía sin darse cuenta. Sus ojos, esa duda silenciosa, eran una amenaza.
Y por primera vez, Lucien sintió un peso nuevo en el pecho. No era duda—él no dudaba de su causa, de su amor. Era algo más sutil, más afilado.
La sensación de ser observado.
Como si otro autor estuviera escribiendo la historia, con una pluma más oscura, más fría. Como si alguien, en las sombras, supiera que esto no era amor.
—“No importa” —dijo, cerrando el vial con un chasquido que resonó como un disparo—. “Nadie me detendrá.”
ACTO VII - veratrum album
El escenario de Bellgrave era un tablero de ajedrez donde las piezas se movían en silencio, pero cada paso resonaba como un latido en la oscuridad. Julien Auster no era un peón. No era estúpido.
Aquella tarde, con el cuerpo aún tibio tras el último ensayo, Julien se acercó a uno de los miembros más antiguos del grupo de teatro. Fingía casualidad, como quien pregunta por el clima.
—”Oye… y este… este tal Lucien. ¿Desde cuándo asiste a los ensayos?”
—Levantó la voz con falsa indiferencia, como si el nombre hubiera brotado al azar, como si no lo hubiera estado rumiando durante días.
El otro muchacho frunció el ceño un segundo, revolviendo la memoria como quien rebusca entre trastos viejos, y luego respondió con una ligereza inconsciente.
—”Oh… ¿hablas del rarito que se sienta en el fondo? Bueno… viene bastante seguido. Viene de otro colegio, creo. Ganó un par de becas en ciencia, una de esas completas. Tiene todo pagado hasta que se gradúe. Es uno de esos cerebritos raros.”
Una chispa se encendió tras los ojos de Julien.
—”¿Beca en ciencias, eh?”—Repitió en voz baja, como quien saborea una clave. Algo hizo clic en su interior. Un engranaje, una sospecha. La tensión comenzó a treparle por la espalda como un gato erizado.
¿Y si era él?
¿Y si ese joven de ojos fijos y manos quietas era el responsable del veneno que le rondaba el cuerpo?
¿Pero por qué?
No se conocían.
O al menos no de la forma en que uno debería conocer a su verdugo.
—”¿Y siempre viene?” —preguntó de nuevo, con una curiosidad más afilada.
—”Mmm… creo que lo veo más los jueves… también los lunes y martes… pero no siempre.”—Respondió el otro con tono distraído, como quien hace un esfuerzo inútil por recordar los hábitos de una sombra.
Julien asintió, pero ya no escuchaba. Cada palabra tejía un hilo más en la telaraña de su paranoia.
Todo coincidía.
Los días. La mirada. La beca.
Y ese odio silencioso que él sentía irradiar desde la esquina, tan sutil y gélido como una aguja en el alma.
No era casualidad.
Nada lo era ya.
Julien era hijo de un cirujano y una química, había crecido entre frascos de vidrio rotulados en latín y el olor metálico de la sangre en un quirófano. Había intentado escapar de ese legado, eligiendo el teatro, la voz que vibra en el pecho, el sudor de la escena. Pero la ciencia era una sombra que nunca lo soltaba.
Su memoria olfativa era un arma afilada.
Ese olor, esa nota amarga que había sentido en su termo una semana atrás, no era un accidente. Lo había percibido antes, en el laboratorio de su madre, entre los frascos de alcaloides vegetales que ella estudiaba con guantes y mascarilla.
Glucósidos cardíacos.
El término llegó como un susurro frío, seguido de una ráfaga de nombres: Digitalis. Escila. Adelfa.
No tenía pruebas. No aún. Pero tenía una sospecha, una silueta recortada contra la luz.
Lucien.
Silencioso, pulcro, rígido como un bisturí envainado. Una mente quirúrgica disfrazada de estudiante modelo, siempre en el laboratorio, siempre ausente del mundo. And un detalle, pequeño pero pesado como una losa, emergió del fondo de su memoria: Amandine, al principio del curso, había mencionado su nombre con un escalofrío.
—“Ese chico raro de ciencias” —había dicho, con una risa nerviosa—. “Siempre me mira como si supiera algo que yo no…”
Julien comenzó a encajar las piezas, como un anatomista que reconstruye un cadáver.
No dijo nada. No a los profesores, no a Suzume, no a los actores que revoloteaban alrededor como moscas. En lugar de hablar, decidió actuar.
Regresó al colegio con su termo viejo, el mismo plateado con el sticker cursi que proclamaba La vida es arte. Lo colocó, como siempre, en la repisa del fondo del salón de ensayos, abierto, expuesto, tentador.
Pero no bebió.
Ni una gota.
Fingió sorbos, alzando el termo con una sonrisa ensayada, dejando que el líquido rozara sus labios sin tocarlos.
—“Qué bueno me salió hoy” —dijo, con una risa que resonó en el salón, mientras sus ojos escaneaban las sombras—.
Era un cebo, una trampa tendida con la precisión de un dramaturgo que conoce su escena.
Lucien, desde su rincón habitual en el pasillo, observaba a través de una rendija en la puerta.
Julien había bajado la guardia. Había vuelto a su rutina.
Necio.
Quizá la escila marina no había sido lo suficientemente sutil. Quizá su cuerpo había resistido más de lo calculado. Pero ahora, con una nueva oportunidad, Lucien sería impecable.
Preparó una toxina más refinada: veratrum album, extraído en microgránulos en el laboratorio, bajo la luz fría de los fluorescentes. En dosis mínimas, era un veneno elegante—náuseas que retorcían el estómago, confusión que nublaba la mente, ataxia que hacía que las piernas traicionaran al cuerpo. Los síntomas llegaban tarde, disfrazados de fatiga o intoxicación alimentaria, imposibles de rastrear. No letales, no aún. Pero perfectos para un colapso dramático.
Esa tarde, esperó a que el salón estuviera vacío, un paréntesis de silencio entre el caos de los ensayos. Entró como un espectro, sin ruido, sin huellas.
Depositó una pizca de polvo blanco bajo la tapa del termo, un gesto tan delicado como si estuviera sembrando una semilla. Cerró la rosca con un chasquido suave. Se fue.
Invisible. Inevitable.
Pero Julien, desde el pasillo, lo había visto.
No directamente. No con claridad. Sino en el reflejo de una vitrina, un destello de movimiento en el cristal polvoriento. Una figura inclinada sobre su termo, demasiado rápida, demasiado precisa.
¿Qué tenía que hacer aquel sujeto raro de ciencias entrando a los casilleros de los de teatro?
No necesitaba más.
Regresó al salón con una calma ensayada, como si el escenario aún estuviera bajo su control. Levantó el termo, lo sostuvo a la luz, lo miró como se mira a un enemigo al que por fin se le ve el rostro.
—“Ese olor a Mierda… parece algo podrido en el café” —murmuró, con una voz tan baja que apenas rozó el aire—.
No bebió.
But sonrió, una curva lenta en los labios, como si acabara de escribir el próximo acto de la obra.
Esa noche, Julien llamó a su madre. No como un hijo buscando consuelo, sino como un aprendiz presentando un caso.
—“Mamá, necesito que analices una sustancia” —dijo, con la voz firme pero baja, como si las paredes pudieran escuchar—. “No, no estoy haciendo locuras. Es… para proteger a alguien.”
—“¿Proteger a quién, Julien?” —respondió ella, con un tono que mezclaba preocupación y curiosidad—. “¿Qué está pasando en ese colegio?”
—“No lo sé aún” —mintió, porque la verdad era demasiado afilada para pronunciarla—. “Solo necesito saber qué es. Por favor.”
Lucien, en su dormitorio, durmió como un niño, con el cuaderno negro abierto sobre su pecho, la gardenia seca aplastada entre las páginas como un relicario.
Había retirado otra pieza del tablero. Julien pronto se enfermaría—náuseas violentas, un colapso que lo haría tambalear frente a Suzume, exponiendo su debilidad, su falsedad.
Ella lo vería por lo que era: un impostor, un ladrón de su luz.
Y entonces, tal vez, hablaría con él.
No con la máscara de cortesía que había usado en el arco lateral. No con la voz vacía que había dicho “¿Y tú eres?”.
Sino con su voz verdadera, la que había susurrado para él desde el escenario, la que vivía en las gardenias y las miradas.
—“Pronto” —susurró Lucien, con los ojos fijos en el techo, donde las sombras parecían danzar como actores en un ensayo final—. “Pronto lo entenderás.”
Pero el escenario había cambiado.
Por primera vez, Lucien no era el único que movía las piezas.
Julien, en su propia habitación, vertió el contenido del termo en un frasco estéril, sellándolo con dedos que no temblaban. Miró el líquido, turbio bajo la luz de su lámpara, y sintió un frío nuevo en el pecho.
—“Si eres tú, lo sabré” —dijo, hablando al aire, como si Lucien pudiera escucharle—. “Y entonces veremos quién escribe el final.”
El telón no había caído.
Pero el próximo acto sería un duelo.
Aquella tarde, con el cuerpo aún tibio tras el último ensayo, Julien se acercó a uno de los miembros más antiguos del grupo de teatro. Fingía casualidad, como quien pregunta por el clima.
—”Oye… y este… este tal Lucien. ¿Desde cuándo asiste a los ensayos?”
—Levantó la voz con falsa indiferencia, como si el nombre hubiera brotado al azar, como si no lo hubiera estado rumiando durante días.
El otro muchacho frunció el ceño un segundo, revolviendo la memoria como quien rebusca entre trastos viejos, y luego respondió con una ligereza inconsciente.
—”Oh… ¿hablas del rarito que se sienta en el fondo? Bueno… viene bastante seguido. Viene de otro colegio, creo. Ganó un par de becas en ciencia, una de esas completas. Tiene todo pagado hasta que se gradúe. Es uno de esos cerebritos raros.”
Una chispa se encendió tras los ojos de Julien.
—”¿Beca en ciencias, eh?”—Repitió en voz baja, como quien saborea una clave. Algo hizo clic en su interior. Un engranaje, una sospecha. La tensión comenzó a treparle por la espalda como un gato erizado.
¿Y si era él?
¿Y si ese joven de ojos fijos y manos quietas era el responsable del veneno que le rondaba el cuerpo?
¿Pero por qué?
No se conocían.
O al menos no de la forma en que uno debería conocer a su verdugo.
—”¿Y siempre viene?” —preguntó de nuevo, con una curiosidad más afilada.
—”Mmm… creo que lo veo más los jueves… también los lunes y martes… pero no siempre.”—Respondió el otro con tono distraído, como quien hace un esfuerzo inútil por recordar los hábitos de una sombra.
Julien asintió, pero ya no escuchaba. Cada palabra tejía un hilo más en la telaraña de su paranoia.
Todo coincidía.
Los días. La mirada. La beca.
Y ese odio silencioso que él sentía irradiar desde la esquina, tan sutil y gélido como una aguja en el alma.
No era casualidad.
Nada lo era ya.
Julien era hijo de un cirujano y una química, había crecido entre frascos de vidrio rotulados en latín y el olor metálico de la sangre en un quirófano. Había intentado escapar de ese legado, eligiendo el teatro, la voz que vibra en el pecho, el sudor de la escena. Pero la ciencia era una sombra que nunca lo soltaba.
Su memoria olfativa era un arma afilada.
Ese olor, esa nota amarga que había sentido en su termo una semana atrás, no era un accidente. Lo había percibido antes, en el laboratorio de su madre, entre los frascos de alcaloides vegetales que ella estudiaba con guantes y mascarilla.
Glucósidos cardíacos.
El término llegó como un susurro frío, seguido de una ráfaga de nombres: Digitalis. Escila. Adelfa.
No tenía pruebas. No aún. Pero tenía una sospecha, una silueta recortada contra la luz.
Lucien.
Silencioso, pulcro, rígido como un bisturí envainado. Una mente quirúrgica disfrazada de estudiante modelo, siempre en el laboratorio, siempre ausente del mundo. And un detalle, pequeño pero pesado como una losa, emergió del fondo de su memoria: Amandine, al principio del curso, había mencionado su nombre con un escalofrío.
—“Ese chico raro de ciencias” —había dicho, con una risa nerviosa—. “Siempre me mira como si supiera algo que yo no…”
Julien comenzó a encajar las piezas, como un anatomista que reconstruye un cadáver.
No dijo nada. No a los profesores, no a Suzume, no a los actores que revoloteaban alrededor como moscas. En lugar de hablar, decidió actuar.
Regresó al colegio con su termo viejo, el mismo plateado con el sticker cursi que proclamaba La vida es arte. Lo colocó, como siempre, en la repisa del fondo del salón de ensayos, abierto, expuesto, tentador.
Pero no bebió.
Ni una gota.
Fingió sorbos, alzando el termo con una sonrisa ensayada, dejando que el líquido rozara sus labios sin tocarlos.
—“Qué bueno me salió hoy” —dijo, con una risa que resonó en el salón, mientras sus ojos escaneaban las sombras—.
Era un cebo, una trampa tendida con la precisión de un dramaturgo que conoce su escena.
Lucien, desde su rincón habitual en el pasillo, observaba a través de una rendija en la puerta.
Julien había bajado la guardia. Había vuelto a su rutina.
Necio.
Quizá la escila marina no había sido lo suficientemente sutil. Quizá su cuerpo había resistido más de lo calculado. Pero ahora, con una nueva oportunidad, Lucien sería impecable.
Preparó una toxina más refinada: veratrum album, extraído en microgránulos en el laboratorio, bajo la luz fría de los fluorescentes. En dosis mínimas, era un veneno elegante—náuseas que retorcían el estómago, confusión que nublaba la mente, ataxia que hacía que las piernas traicionaran al cuerpo. Los síntomas llegaban tarde, disfrazados de fatiga o intoxicación alimentaria, imposibles de rastrear. No letales, no aún. Pero perfectos para un colapso dramático.
Esa tarde, esperó a que el salón estuviera vacío, un paréntesis de silencio entre el caos de los ensayos. Entró como un espectro, sin ruido, sin huellas.
Depositó una pizca de polvo blanco bajo la tapa del termo, un gesto tan delicado como si estuviera sembrando una semilla. Cerró la rosca con un chasquido suave. Se fue.
Invisible. Inevitable.
Pero Julien, desde el pasillo, lo había visto.
No directamente. No con claridad. Sino en el reflejo de una vitrina, un destello de movimiento en el cristal polvoriento. Una figura inclinada sobre su termo, demasiado rápida, demasiado precisa.
¿Qué tenía que hacer aquel sujeto raro de ciencias entrando a los casilleros de los de teatro?
No necesitaba más.
Regresó al salón con una calma ensayada, como si el escenario aún estuviera bajo su control. Levantó el termo, lo sostuvo a la luz, lo miró como se mira a un enemigo al que por fin se le ve el rostro.
—“Ese olor a Mierda… parece algo podrido en el café” —murmuró, con una voz tan baja que apenas rozó el aire—.
No bebió.
But sonrió, una curva lenta en los labios, como si acabara de escribir el próximo acto de la obra.
Esa noche, Julien llamó a su madre. No como un hijo buscando consuelo, sino como un aprendiz presentando un caso.
—“Mamá, necesito que analices una sustancia” —dijo, con la voz firme pero baja, como si las paredes pudieran escuchar—. “No, no estoy haciendo locuras. Es… para proteger a alguien.”
—“¿Proteger a quién, Julien?” —respondió ella, con un tono que mezclaba preocupación y curiosidad—. “¿Qué está pasando en ese colegio?”
—“No lo sé aún” —mintió, porque la verdad era demasiado afilada para pronunciarla—. “Solo necesito saber qué es. Por favor.”
Lucien, en su dormitorio, durmió como un niño, con el cuaderno negro abierto sobre su pecho, la gardenia seca aplastada entre las páginas como un relicario.
Había retirado otra pieza del tablero. Julien pronto se enfermaría—náuseas violentas, un colapso que lo haría tambalear frente a Suzume, exponiendo su debilidad, su falsedad.
Ella lo vería por lo que era: un impostor, un ladrón de su luz.
Y entonces, tal vez, hablaría con él.
No con la máscara de cortesía que había usado en el arco lateral. No con la voz vacía que había dicho “¿Y tú eres?”.
Sino con su voz verdadera, la que había susurrado para él desde el escenario, la que vivía en las gardenias y las miradas.
—“Pronto” —susurró Lucien, con los ojos fijos en el techo, donde las sombras parecían danzar como actores en un ensayo final—. “Pronto lo entenderás.”
Pero el escenario había cambiado.
Por primera vez, Lucien no era el único que movía las piezas.
Julien, en su propia habitación, vertió el contenido del termo en un frasco estéril, sellándolo con dedos que no temblaban. Miró el líquido, turbio bajo la luz de su lámpara, y sintió un frío nuevo en el pecho.
—“Si eres tú, lo sabré” —dijo, hablando al aire, como si Lucien pudiera escucharle—. “Y entonces veremos quién escribe el final.”
El telón no había caído.
Pero el próximo acto sería un duelo.
ACTO VIII - Complicidad estratégica
La niebla se cernía sobre Bellgrave como un sudario, espesa y húmeda, sofocando el campus en un silencio que olía a musgo y secretos podridos. El sol se negaba a emerger, como si supiera que algo se descomponía tras los muros de piedra gris.
Julien Auster cruzó la ciudad hasta el laboratorio de su madre, el termo plateado envuelto en una bolsa hermética, como un artefacto de un crimen aún no nombrado. Ella, con el rostro curtido por años de manejar toxinas, abrió el termo con la calma de quien ha destilado venenos desde la juventud. Lo olfateó, agitó el líquido, extrajo una muestra con una pipeta que temblaba ligeramente bajo la luz estéril.
El veredicto llegó rápido, afilado como un bisturí.
Veratrum album. Extraído del laboratorio de ciencias.
—“Esto no es una broma” —dijo, su voz endurecida, los ojos fijos en el frasco como si pudiera ver el alma de quien lo había tocado—. “No es comida contaminada. Alguien puso esto aquí a propósito.”
Julien asintió, su rostro una máscara de piedra.
—“¿Quién fue?” —preguntó ella, inclinándose hacia él, con la urgencia de una madre y la precisión de una científica.
—“No lo sé” —respondió Julien, su voz baja, esquivando la verdad.
—“Julien…” —insistió, con un tono que cortaba como vidrio.
—“No tengo pruebas” —mintió, porque nombrar a Lucien sería prematuro, como disparar antes de alinear la mira.
No quería justicia. Quería exposición. Quería atrapar a Lucien con las manos en el acto, desenmascararlo en el escenario donde todos pudieran verlo.
Su madre, con el rostro tenso por el horror, denunció la sustancia a la dirección de Bellgrave.
—“Mantengan esto en secreto” —exigió una profesora, su voz un látigo—. “No queremos pánico.”
Los profesores se reunieron en una sala cerrada, las cortinas corridas para ocultar sus rostros del mundo. La tensión era un veneno propio, flotando en el aire como polvo en una cripta.
—“Esto es inaceptable” —espetó Madame Lefèvre, la directora, golpeando la mesa con los nudillos—. “¿Una toxina en el colegio? ¿En el termo de un estudiante?”
—“No sabemos cómo llegó ahí” —respondió el doctor Vargas, ajustándose las gafas, su voz temblando bajo el peso de la duda—. “Podría ser un accidente… un error en el laboratorio.”
—“¿Un error?” —la profesora Dubois alzó una ceja, su taza de té temblando en sus manos—. “Primero Amandine, ahora esto. ¿Crees que es coincidencia?”
—“Basta de especulaciones” —cortó Lefèvre, sus ojos como dagas—. “Inspeccionaremos los laboratorios, revisaremos los horarios, las cámaras. Pero en silencio. Si esto se filtra, Bellgrave estará en boca de todos y no de la forma en la que este prestigioso colegio merece.”
—“¿Y si hay más?” —susurró Miss Clara, la profesora de arte, con los dedos apretando su collar como si fuera un amuleto—. “¿Y si alguien está… atacando a los chicos?”
—“No hay pruebas de un atentado” —replicó Vargas, aunque su voz carecía de convicción—. “Por ahora, lo llamaremos… un incidente aislado.”
Era difícil, casi imposible, saber quién había sido.
El laboratorio de ciencias era un organismo vivo, en perpetuo movimiento. Por él circulaban cerca de sesenta alumnos, cada uno con sus propios horarios, rutinas y obsesiones. Desde el lunes a las ocho de la mañana hasta el cierre a las seis de la tarde, el lugar no conocía el silencio ni el reposo. Frascos tintineaban, vidrios se templaban con llamas, tubos se llenaban de sustancias que olían a futuro o a desastre.
Los alumnos tenían acceso libre a la instrumentación. Balanza de precisión, centrífugas, microscopios, estufas, buretas, nitratos, ácidos, alcoholes, reactivos… todo al alcance de la mano. Bajo la lógica de la confianza y la educación científica, cada uno era responsable de su saber, y del uso que hacía de él.
Pero ¿cómo saber si uno de los llamados “genios” —esas mentes brillantes que destacaban por su disciplina y su memoria enciclopédica— estaba desviando material, sustrayendo sustancias a espaldas de todos?
¿Cómo rastrear una intención en medio de la rutina, entre la costumbre y el descuido?
Los verdaderos peligros, como los venenos, no gritan.
Actúan en silencio. Y quizás, el verdadero talento de aquel estudiante no era su conocimiento…Sino su capacidad para ocultar la verdad a plena luz del día.
Lucien no fue nombrado.
Pero Julien lo tenía en la mira, un francotirador midiendo la distancia al corazón de su presa.
Desde entonces, todo se convirtió en un juego de máscaras.
Lucien seguía su rutina con la precisión de un reloj quirúrgico: clases, laboratorio, biblioteca, teatro. Pero el aire vibraba con una electricidad nueva, un zumbido que no podía nombrar.
Los pasos resonaban más cerca.
Los susurros, aunque débiles, eran más frecuentes.
Los ojos de los profesores parecían demorarse en él, aunque solo fuera un segundo.
No podía ser paranoia. No después de todo lo que había hecho.
Julien lo cruzaba a menudo, con una naturalidad que apestaba a cálculo.
—“Qué tal, Lucien” —decía, con una sonrisa franca, su voz grave como un eco en un pozo.
Pero en sus ojos titilaba algo, un faro en un mar de niebla, una chispa que decía: Te veo.
Lucien no lo percibió. No en ese momento.
Creía que la tormenta había pasado. El experimento con Julien había fallado, sí, pero sin consecuencias. Julien estaba sano, ensayando, riendo con Suzume como si nada hubiera cambiado.
El mundo giraba como debía.
No sabía que el fuego ya lamía sus talones. Que el silencio de Julien no era rendición, sino estrategia.
Cada vez que Julien regresaba a casa, encendía la música como quien invoca un refugio. Y allí, bajo la luz tenue de su dormitorio —ese santuario de sospechas—, en su smartphone registraba todo lo relacionado con Lucien: sus apariciones, sus miradas, sus gestos en penumbra. Hasta que una coincidencia lo hizo detenerse.
Lunes.
Martes.
Jueves.
Lucien no faltaba nunca en esos días. And entre los actores que también coincidían, hubo un nombre que brilló como un faro: Suzume. Directora, actriz, musa del escenario. Compañera de Julien en más de una obra, más de un roce, más de una confidencia que ardía como incienso entre bambalinas.
— “¿Será por… suzume? ¿Será… será que este loco piensa que tengo algo con ella?”—Frunció el ceño, con esa expresión de quien intenta entrar en los pasillos de una mente torcida.
—”Que yo sepa… ellos no hablan entre sí. ¿Entonces por qué sentir celos? ¿O será por alguien más?” —Se preguntó, como si la lógica pudiera domar la paranoia.
La duda no lo calmó. Lo incendió.
Ahora, más que nunca, deseaba exponer a Lucien. No ante un tribunal, ni ante profesores o policías. No.
Ante Suzume.
En el escenario.
Bajo las luces crudas que no perdonan.
Allí, donde la mentira se transforma en gesto torpe. Donde las máscaras se derrumban como escenografías mal clavadas.
Julien se lo había tomado personal. Como si todo fuera otro ensayo. Otro acto.
Una obra en la que él sería el protagonista, y Lucien… el antagonista al que pensaba desnudar frente a todos.
Pero ahí estaba su error.
Lucien no jugaba un juego.
Lucien escribía una epopeya, una tragedia donde cada obstáculo era un sacrificio necesario. And en su historia, los que se interponían—los que osaban mirar demasiado cerca—terminaban fuera del guión.
Esa noche, en su dormitorio, Lucien abrió su cuaderno negro. La gardenia seca, aplastada entre las páginas, se desmoronaba como un sueño roto. Trazó una línea bajo el nombre de Julien, no para tacharlo, sino para subrayarlo.
—“No eres nadie” —susurró, con los dedos manchados de polvo de pétalos—. “Solo otro hijo de puta que se interpone.”
Pero por primera vez, al cerrar los ojos, vio algo nuevo: no a Suzume, no sus ojos oscuros ni su sonrisa codificada. Vio a Julien, mirándolo desde las sombras, con una sonrisa que no era amable.
And en esa sonrisa, Lucien sintió el peso de un telón que aún no había caído.
Sumido en un torbellino de pensamientos —pensamientos viscosos, impregnados de Julien, como sombras que se enredan en el alma—, el zumbido del celular irrumpió, afilado, cortando el velo de su ensimismamiento. Lucien alzó la mirada, los ojos encendidos por un destello de algo indizible, y deslizó el dedo por la pantalla con una lentitud ceremonial.
—“Hoy te vi… bombón. De todos los chicos del colegio, el uniforme a ti es al que mejor le queda.”
Lucien sonrió. No con burla, ni con ternura. Sonrió como quien ha recibido una bendición secreta. Tecleó, rápido, como si las palabras le quemaran en los dedos:
—“De todas las almas que respiran, tú eres el error más sublime de la creación. Una grieta en el universo, pero una grieta radiante.”
Se quedó inmóvil, contemplando la pantalla con esa sonrisa esquiva que rara vez se atrevía a habitar su rostro. Era la sonrisa de quien, por un instante, se siente tocado por la luz de otro. De quien, por un instante, se siente real.
Entonces, el celular vibró de nuevo, como un latido traicionero.
—“¿Cuándo, Lucien? ¿Cuándo seremos solo tú y yo, sin el mundo entre nosotros?”
Su corazón dio un vuelco, un relámpago que lo atravesó, eléctrico, despiadado. Las palabras brotaron sin permiso, como si su alma las hubiera dictado antes que su mente:
—“Cuando tú lo desees. Cuando el mundo se doblegue a tu voluntad. Yo siempre he estado listo, esperándote en la penumbra.”
La respuesta llegó como un dardo, precisa, inevitable.
—“El jueves, a las cinco. En el teatro, mi refugio. Como siempre.”
And entonces lo supo. No había margen para la duda. Era ella. Suzume. ¿Quién más veneraría el teatro con esa devoción casi mística, quién más convertiría un escenario en un templo a esa hora exacta?
Una sonrisa imposible se apoderó de su rostro, tan feroz que le dolió en las mejillas, como si su piel no estuviera hecha para contener tanta vida. Por un instante, el universo era perfecto, un lienzo sin mácula donde solo existían ellos dos.
Por un instante, el mundo era un lugar donde podía olvidar.Pero no olvidó.No del todo.En las profundidades de su pecho, bajo la fiebre de esa sonrisa, latía aún el propósito.
Frío.
Quirúrgico.
Implacable.
Un plan trazado con la precisión de un cirujano, un plan para borrar a Julien del tablero, para arrancarlo del juego como se arranca una página de un libro maldito.And mientras la pantalla del celular se apagaba, reflejando apenas el brillo de sus ojos, Lucien supo que el jueves no sería solo un encuentro. Sería un sacrificio.
Julien Auster cruzó la ciudad hasta el laboratorio de su madre, el termo plateado envuelto en una bolsa hermética, como un artefacto de un crimen aún no nombrado. Ella, con el rostro curtido por años de manejar toxinas, abrió el termo con la calma de quien ha destilado venenos desde la juventud. Lo olfateó, agitó el líquido, extrajo una muestra con una pipeta que temblaba ligeramente bajo la luz estéril.
El veredicto llegó rápido, afilado como un bisturí.
Veratrum album. Extraído del laboratorio de ciencias.
—“Esto no es una broma” —dijo, su voz endurecida, los ojos fijos en el frasco como si pudiera ver el alma de quien lo había tocado—. “No es comida contaminada. Alguien puso esto aquí a propósito.”
Julien asintió, su rostro una máscara de piedra.
—“¿Quién fue?” —preguntó ella, inclinándose hacia él, con la urgencia de una madre y la precisión de una científica.
—“No lo sé” —respondió Julien, su voz baja, esquivando la verdad.
—“Julien…” —insistió, con un tono que cortaba como vidrio.
—“No tengo pruebas” —mintió, porque nombrar a Lucien sería prematuro, como disparar antes de alinear la mira.
No quería justicia. Quería exposición. Quería atrapar a Lucien con las manos en el acto, desenmascararlo en el escenario donde todos pudieran verlo.
Su madre, con el rostro tenso por el horror, denunció la sustancia a la dirección de Bellgrave.
—“Mantengan esto en secreto” —exigió una profesora, su voz un látigo—. “No queremos pánico.”
Los profesores se reunieron en una sala cerrada, las cortinas corridas para ocultar sus rostros del mundo. La tensión era un veneno propio, flotando en el aire como polvo en una cripta.
—“Esto es inaceptable” —espetó Madame Lefèvre, la directora, golpeando la mesa con los nudillos—. “¿Una toxina en el colegio? ¿En el termo de un estudiante?”
—“No sabemos cómo llegó ahí” —respondió el doctor Vargas, ajustándose las gafas, su voz temblando bajo el peso de la duda—. “Podría ser un accidente… un error en el laboratorio.”
—“¿Un error?” —la profesora Dubois alzó una ceja, su taza de té temblando en sus manos—. “Primero Amandine, ahora esto. ¿Crees que es coincidencia?”
—“Basta de especulaciones” —cortó Lefèvre, sus ojos como dagas—. “Inspeccionaremos los laboratorios, revisaremos los horarios, las cámaras. Pero en silencio. Si esto se filtra, Bellgrave estará en boca de todos y no de la forma en la que este prestigioso colegio merece.”
—“¿Y si hay más?” —susurró Miss Clara, la profesora de arte, con los dedos apretando su collar como si fuera un amuleto—. “¿Y si alguien está… atacando a los chicos?”
—“No hay pruebas de un atentado” —replicó Vargas, aunque su voz carecía de convicción—. “Por ahora, lo llamaremos… un incidente aislado.”
Era difícil, casi imposible, saber quién había sido.
El laboratorio de ciencias era un organismo vivo, en perpetuo movimiento. Por él circulaban cerca de sesenta alumnos, cada uno con sus propios horarios, rutinas y obsesiones. Desde el lunes a las ocho de la mañana hasta el cierre a las seis de la tarde, el lugar no conocía el silencio ni el reposo. Frascos tintineaban, vidrios se templaban con llamas, tubos se llenaban de sustancias que olían a futuro o a desastre.
Los alumnos tenían acceso libre a la instrumentación. Balanza de precisión, centrífugas, microscopios, estufas, buretas, nitratos, ácidos, alcoholes, reactivos… todo al alcance de la mano. Bajo la lógica de la confianza y la educación científica, cada uno era responsable de su saber, y del uso que hacía de él.
Pero ¿cómo saber si uno de los llamados “genios” —esas mentes brillantes que destacaban por su disciplina y su memoria enciclopédica— estaba desviando material, sustrayendo sustancias a espaldas de todos?
¿Cómo rastrear una intención en medio de la rutina, entre la costumbre y el descuido?
Los verdaderos peligros, como los venenos, no gritan.
Actúan en silencio. Y quizás, el verdadero talento de aquel estudiante no era su conocimiento…Sino su capacidad para ocultar la verdad a plena luz del día.
Lucien no fue nombrado.
Pero Julien lo tenía en la mira, un francotirador midiendo la distancia al corazón de su presa.
Desde entonces, todo se convirtió en un juego de máscaras.
Lucien seguía su rutina con la precisión de un reloj quirúrgico: clases, laboratorio, biblioteca, teatro. Pero el aire vibraba con una electricidad nueva, un zumbido que no podía nombrar.
Los pasos resonaban más cerca.
Los susurros, aunque débiles, eran más frecuentes.
Los ojos de los profesores parecían demorarse en él, aunque solo fuera un segundo.
No podía ser paranoia. No después de todo lo que había hecho.
Julien lo cruzaba a menudo, con una naturalidad que apestaba a cálculo.
—“Qué tal, Lucien” —decía, con una sonrisa franca, su voz grave como un eco en un pozo.
Pero en sus ojos titilaba algo, un faro en un mar de niebla, una chispa que decía: Te veo.
Lucien no lo percibió. No en ese momento.
Creía que la tormenta había pasado. El experimento con Julien había fallado, sí, pero sin consecuencias. Julien estaba sano, ensayando, riendo con Suzume como si nada hubiera cambiado.
El mundo giraba como debía.
No sabía que el fuego ya lamía sus talones. Que el silencio de Julien no era rendición, sino estrategia.
Cada vez que Julien regresaba a casa, encendía la música como quien invoca un refugio. Y allí, bajo la luz tenue de su dormitorio —ese santuario de sospechas—, en su smartphone registraba todo lo relacionado con Lucien: sus apariciones, sus miradas, sus gestos en penumbra. Hasta que una coincidencia lo hizo detenerse.
Lunes.
Martes.
Jueves.
Lucien no faltaba nunca en esos días. And entre los actores que también coincidían, hubo un nombre que brilló como un faro: Suzume. Directora, actriz, musa del escenario. Compañera de Julien en más de una obra, más de un roce, más de una confidencia que ardía como incienso entre bambalinas.
— “¿Será por… suzume? ¿Será… será que este loco piensa que tengo algo con ella?”—Frunció el ceño, con esa expresión de quien intenta entrar en los pasillos de una mente torcida.
—”Que yo sepa… ellos no hablan entre sí. ¿Entonces por qué sentir celos? ¿O será por alguien más?” —Se preguntó, como si la lógica pudiera domar la paranoia.
La duda no lo calmó. Lo incendió.
Ahora, más que nunca, deseaba exponer a Lucien. No ante un tribunal, ni ante profesores o policías. No.
Ante Suzume.
En el escenario.
Bajo las luces crudas que no perdonan.
Allí, donde la mentira se transforma en gesto torpe. Donde las máscaras se derrumban como escenografías mal clavadas.
Julien se lo había tomado personal. Como si todo fuera otro ensayo. Otro acto.
Una obra en la que él sería el protagonista, y Lucien… el antagonista al que pensaba desnudar frente a todos.
Pero ahí estaba su error.
Lucien no jugaba un juego.
Lucien escribía una epopeya, una tragedia donde cada obstáculo era un sacrificio necesario. And en su historia, los que se interponían—los que osaban mirar demasiado cerca—terminaban fuera del guión.
Esa noche, en su dormitorio, Lucien abrió su cuaderno negro. La gardenia seca, aplastada entre las páginas, se desmoronaba como un sueño roto. Trazó una línea bajo el nombre de Julien, no para tacharlo, sino para subrayarlo.
—“No eres nadie” —susurró, con los dedos manchados de polvo de pétalos—. “Solo otro hijo de puta que se interpone.”
Pero por primera vez, al cerrar los ojos, vio algo nuevo: no a Suzume, no sus ojos oscuros ni su sonrisa codificada. Vio a Julien, mirándolo desde las sombras, con una sonrisa que no era amable.
And en esa sonrisa, Lucien sintió el peso de un telón que aún no había caído.
Sumido en un torbellino de pensamientos —pensamientos viscosos, impregnados de Julien, como sombras que se enredan en el alma—, el zumbido del celular irrumpió, afilado, cortando el velo de su ensimismamiento. Lucien alzó la mirada, los ojos encendidos por un destello de algo indizible, y deslizó el dedo por la pantalla con una lentitud ceremonial.
—“Hoy te vi… bombón. De todos los chicos del colegio, el uniforme a ti es al que mejor le queda.”
Lucien sonrió. No con burla, ni con ternura. Sonrió como quien ha recibido una bendición secreta. Tecleó, rápido, como si las palabras le quemaran en los dedos:
—“De todas las almas que respiran, tú eres el error más sublime de la creación. Una grieta en el universo, pero una grieta radiante.”
Se quedó inmóvil, contemplando la pantalla con esa sonrisa esquiva que rara vez se atrevía a habitar su rostro. Era la sonrisa de quien, por un instante, se siente tocado por la luz de otro. De quien, por un instante, se siente real.
Entonces, el celular vibró de nuevo, como un latido traicionero.
—“¿Cuándo, Lucien? ¿Cuándo seremos solo tú y yo, sin el mundo entre nosotros?”
Su corazón dio un vuelco, un relámpago que lo atravesó, eléctrico, despiadado. Las palabras brotaron sin permiso, como si su alma las hubiera dictado antes que su mente:
—“Cuando tú lo desees. Cuando el mundo se doblegue a tu voluntad. Yo siempre he estado listo, esperándote en la penumbra.”
La respuesta llegó como un dardo, precisa, inevitable.
—“El jueves, a las cinco. En el teatro, mi refugio. Como siempre.”
And entonces lo supo. No había margen para la duda. Era ella. Suzume. ¿Quién más veneraría el teatro con esa devoción casi mística, quién más convertiría un escenario en un templo a esa hora exacta?
Una sonrisa imposible se apoderó de su rostro, tan feroz que le dolió en las mejillas, como si su piel no estuviera hecha para contener tanta vida. Por un instante, el universo era perfecto, un lienzo sin mácula donde solo existían ellos dos.
Por un instante, el mundo era un lugar donde podía olvidar.Pero no olvidó.No del todo.En las profundidades de su pecho, bajo la fiebre de esa sonrisa, latía aún el propósito.
Frío.
Quirúrgico.
Implacable.
Un plan trazado con la precisión de un cirujano, un plan para borrar a Julien del tablero, para arrancarlo del juego como se arranca una página de un libro maldito.And mientras la pantalla del celular se apagaba, reflejando apenas el brillo de sus ojos, Lucien supo que el jueves no sería solo un encuentro. Sería un sacrificio.
ACTO IX - Una distorsión en la sinfonía de Suzume
El fracaso sabía a cobre, un regusto metálico que se pegaba a la lengua como sangre seca. Lucien no lo entendía.
¿Por qué Julien no había caído?
¿Era su cuerpo, resistente como un roble? ¿Una mutación genética? ¿Un error en la dosificación del veratrum album?
No. Imposible.
Solo había una explicación, una verdad que se retorcía como un gusano en su mente: alguien lo había protegido. Alguien había interferido.
Lucien revisó los detalles, diseccionando los movimientos de Julien como un anatomista que corta tejido. And entonces, la respuesta emergió, afilada y clara: su madre. La química. La investigadora que olfateaba venenos como un sabueso.
Ella debió haber analizado el termo. Ella debió haber alertado al colegio, en susurros, en secreto. Pero no lo habían denunciado. No públicamente.
¿Por qué?
La pregunta era un clavo en su nuca, punzante, insoportable.
Comenzó a observar a Julien con ojos nuevos. Ya no era solo un obstáculo, una pieza más en el tablero. Era un rival, un virus inteligente que había mutado, que lo miraba desde las sombras con una sonrisa que sabía demasiado.
Lucien supo lo que tenía que hacer.
El jueves llegó, como un ladrón que se cuela entre las grietas del tiempo. Tan inesperado, y al mismo tiempo, tan anhelado, como un verso que se escribe con sangre. Lucien cruzó el umbral del teatro antes de las cinco, sus pasos resonando en la madera gastada como latidos de un corazón dividido entre la ansiedad y el pánico. Sus ojos, afilados, recorrieron el escenario desnudo, las gradas sumidas en penumbra, los pasillos que exhalaban silencio.
Pero ella no estaba.Suzume no estaba.
—“Qué extraño” —musitó, su voz un susurro que se perdió en el vacío. El teatro, normalmente un hervidero de voces y ecos de ensayos febriles, yacía desierto.
Solo un hombre, al fondo, barría el suelo con la monotonía de un reloj roto.—“¿Vienes por el ensayo?” —preguntó el hombre, su curiosidad tan cansada como sus movimientos.Lucien asintió, apenas, con la convicción de un condenado que asiente ante su sentencia.
—“Se suspendió. Hoy no vendrán. Mejor regresa a tu cuarto… o a casa.”
Una punzada le atravesó el pecho, no exactamente dolor, sino un veneno más sutil: decepción teñida de sospecha, como un cielo que se oscurece antes de la tormenta.
Iba a girarse, a rendirse al vacío, cuando una sombra se deslizó hacia él. Una figura menuda, rubia, de rostro aniñado, con un flequillo recto que parecía cortar el aire mismo.
—“Hola, Lucien” —dijo ella, tímida, con una voz que temblaba como una vela en el viento.
Él la miró, desconcertado, los ojos entrecerrados como si intentara descifrar un enigma indeseado.
—“Hola…” —respondió, la palabra seca, suspendida en el aire.
—“Qué bueno que viniste… Te cité justo aquí porque hoy no habría obra.”
Lucien frunció el ceño, un relámpago de desconfianza cruzando su rostro.
—“¿Quién es esta extraña? ¿Por qué habla como si compartiéramos un secreto?”
La observó con un destello de desdén, molesto por la familiaridad que ella blandía como un arma sin filo.
—“No entiendo” —dijo, cortante—. “Estoy esperando a alguien.”
—“Lo sé” —respondió ella, con una sonrisa frágil, casi etérea—. “Soy yo.”
Lucien arqueó una ceja, el desconcierto mutando en una inquietud más profunda, como si el suelo bajo sus pies comenzara a resquebrajarse.
—“¿Quién es ella? ¿Un peón de Suzume? ¿Una mensajera enviada para probarme?”
Se dejó caer en una grada vacía, el crujido de la madera resonando como un eco de su propia fractura interna. El hombre al fondo seguía barriendo, un metrónomo de fondo para una escena que se torcía.
Hablaron. De teatro, de obras que ardían en el alma, de autores que sangraban en cada línea. Una conversación corriente, adolescente, casi inocente.
Pero en la mente de Lucien, algo se retorcía, como una serpiente que despierta en su nido. Cada palabra de la chica avivaba su certeza: Suzume la había enviado. Era una intermediaria, un eco de su presencia. And más aún, en las sombras de las gradas más altas, juraría que la sentía.
A Suzume.
Observándolo.
Escuchándolo.
Acechándolo desde la penumbra.And por esa idea, tan enfermiza como dulce, Lucien se dejó llevar. Sus palabras fluyeron, su risa se abrió paso, tímida al principio, luego audaz. Sonrió, y por un instante, fue como si el teatro entero se iluminara con su luz.
Hasta que, de pronto, cortó el aire con una pregunta afilada:
—“¿Te envió Suzume, verdad?”
La chica parpadeó, desconcertada, su rostro un lienzo de confusión genuina.
—“¿Suzume? No, claro que no. ¿Por qué lo haría?”
El mundo de Lucien se tambaleó. Su expresión se endureció, como si la máscara de su esperanza se resquebrajara, dejando al descubierto una furia contenida.
—“¿Estás segura?” —insistió, su voz un filo que cortaba el silencio—. “¿O me estás mintiendo?”
—“Nada de eso” —respondió ella, con una risa nerviosa que sonó como un cristal a punto de romperse—. “Solo soy yo.”
—“¿And cómo conseguiste mi número?” —preguntó, el fastidio goteando en cada sílaba, como veneno que se derrama.
—“Lo vi en el registro de estudiantes” —dijo ella, casi disculpándose—. “Espero no haberte molestado.”
Lucien apretó los dientes, un hilo de rabia ascendiendo por su garganta, incendiándole el rostro. El nombre de Suzume ardía en su lengua, un conjuro que no podía contener.
—“¿And Suzume?” —preguntó, la voz tensa, quebradiza, como si pronunciarla le desgarrara el alma.
La chica dudó, sus ojos esquivando los de él por un instante eterno.—“Suzume está con Julien” —dijo al fin, su voz apenas un murmullo—. “Están practicando para la próxima obra. A solas.”
El mundo se detuvo. El aire se volvió cuchillo. El corazón de Lucien, un tambor de guerra.
Suzume y Julien.
A solas.
Se levantó de golpe, su sombra alargándose sobre la madera como una guillotina.
Sus ojos, nublados por la furia, eran dos brasas en la penumbra.
—“Vete a casa” —espetó, su voz un látigo—. “And no me vuelvas a joder. Estoy ocupado.”
La chica se quedó inmóvil, petrificada por el veneno en su tono. Pero lo entendió. Su presencia era una chispa en un polvorín.
Sin una palabra, se alejó, sus pasos un eco que se desvanecía.
Lucien, en cambio, caminó hacia su habitación en el campus con la furia como brújula. Sus puños, apretados hasta blanquear los nudillos, temblaban con una promesa oscura. En su mente, un tambor de guerra resonaba, implacable.
—“¿Suzume… con Julien?”
And entonces, entre dientes, con los ojos encendidos por un fuego que no conocía piedad, murmuró para sí mismo:
—“Ahora sí voy a acabar contigo, maldito hijo de perra… aunque sea con mis propias manos.”
El viernes continuó envuelto en penumbra. Aquella tarde ardía un atardecer rojo, como si el cielo hubiese sido desgarrado por dentro. La luz se hundía lentamente en la sangre del día,
and todo —el aire, los muros, las sombras— parecía anunciar lo inevitable:
hoy sería un día de muerte.
Un día con final escrito.
Con punto final.
Con silencio al final de la partitura.
El teatro era su santuario, su altar donde los sacrificios se ofrecían en silencio. Ese día, el ensayo era musical, un torbellino de notas que rugían desde los altavoces como una tormenta sin nombre. Los bajos sacudían el suelo, ahogando las voces, los pasos, el mundo.
Lucien caminó por el pasillo lateral, con la calma de un sacerdote que entra a oficiar un rito. En su bolsillo, el bisturí del laboratorio, frío y afilado, pesaba como una promesa. Subió el volumen desde la consola exterior, haciendo que los altavoces rugieran hasta que el aire vibró con un pulso violento.
Julien se encontraba solo en el escenario, ajustando unos detalles para la obra que sería la próxima semana si todo marchaba bien. cuándo el volumen de los altavoces se alzó. se detuvo. Frunció el ceño. Giró, buscando en la penumbra.
—“¿Hola? ¿Hay alguien?” —su voz, grave, cortó el aire, pero fue devorada por la música.
Entonces lo vio.
Un relámpago de forma en la oscuridad. Lucien, emergiendo de las sombras, su rostro una máscara sin expresión, los ojos negros, vacíos como pozos secos.
—“¿Lucien…?” —dijo Julien, con un paso atrás, su voz quebrándose en una nota de pánico.
Lucien jamás se había acercado tanto a él, no así, mucho menos había subido al escenario.
El bisturí fue un destello, rápido como un latigazo. La primera puñalada se hundió entre las costillas de Julien, un corte limpio que rasgó carne y músculo. La sangre brotó, caliente, empapando la camisa en un rojo oscuro que brillaba bajo las luces del escenario.
Julien jadeó, un sonido húmedo, animal, mientras sus manos se alzaban en un intento desesperado de defenderse.
—“¡Para! ¡Maldita sea!” —gritó, empujando a Lucien con la fuerza de la adrenalina, sus dedos arañando el aire.
Pero Lucien era implacable, una máquina de precisión. La segunda puñalada acertó en la espalda baja, el bisturí desgarrando tejidos con un crujido sordo. Julien tropezó, sus piernas traicionadas por el dolor, pero no cayó. Se giró, con los ojos abiertos de terror, el rostro pálido como la cera, and lanzó un puñetazo que rozó la mejilla de Lucien.
—“¡Estás loco!” —rugió, su voz rota, mientras la sangre goteaba al suelo, formando charcos que olían a hierro y miedo.
Lucien no respondió. Sus ojos eran fríos, distantes, como si estuviera diseccionando un espécimen. Agarró la mano izquierda de Julien, que intentaba bloquearlo, and con un movimiento rápido, cortó los tendones de la palma. El bisturí abrió la carne como si fuera papel, dejando los dedos colgando inútiles, salpicando sangre que pintó el escenario de un rojo viscoso.
Julien gritó, un alarido que se perdió en la tormenta de los altavoces, and cayó de rodillas, con la mano derecha apretando la herida, la sangre manando entre sus dedos como un río roto.
—“Maldito… hijo de puta…” —jadeó, con los ojos vidriosos, el terror grabado en cada línea de su rostro.
Lucien lo miró, inclinado sobre él como un ángel de la muerte.
—“No eres nada” —dijo, su voz baja, casi un susurro, mientras el bisturí bajaba de nuevo—. “No te volverás a acercar a ella.”
La tercera puñalada se hundió en el abdomen, un corte profundo que hizo que Julien se doblara, con un gorgoteo húmedo escapando de su garganta. La cuarta y la quinta fueron rápidas, precisas, en el pecho y el flanco, cada una arrancando un jadeo, un espasmo, un pedazo de vida.
El cuerpo de Julien colapsó, pesado como un telón viejo, desplomándose sobre el escenario con un golpe sordo. La sangre se esparció en un charco oscuro, un aplauso silencioso que lamía las tablas como una marea.
Lucien jadeaba, con las manos temblando, el bisturí goteando rojo. Pero no se detuvo. Aseguró el final. Dos cortes más, en el estómago, donde la carne se abrió como una flor podrida, dejando un olor a vísceras and metal que llenó el aire.
Julien no se movió. Sus ojos, abiertos y vacíos, miraban al techo, como si buscaran una respuesta que nunca llegaría.
Lucien lo arrastró fuera del escenario, con el cuerpo flácido dejando un rastro de sangre que brillaba bajo las luces. Encontró el panel oculto bajo las tablas, una compuerta usada para los mecanismos de luces and utilería. Lo abrió con un crujido, metió el cuerpo dentro, acomodándolo como si fuera una marioneta rota, con los brazos cruzados and la cabeza ladeada, como si durmiera.
Julien, el actor, ahora era un secreto guardado en la oscuridad.
Tardó una hora en limpiar la escena. Toallas and productos químicos que quitaron las manchas de sangre de la madera del escenario en casi su totalidad. Toallas de papel empapadas en alcohol de utilería, frotadas hasta que sus manos dejaron de oler a sangre. Se cambió en el baño del fondo, metiendo la ropa manchada en una mochila negra. La arrojó al contenedor del laboratorio, entre frascos rotos and desechos químicos, donde el olor a formaldehído devoraría cualquier evidencia.
Nada quedaría. Nada visible.
Cuando salió al pasillo, respiró hondo, el aire frío quemándole los pulmones.
Sus pasos eran firmes. Su rostro, una máscara nueva, tallada en la certeza de lo que había hecho.
Era la primera vez que mataba.
And no sentía arrepentimiento. Ni lágrimas. Ni temblor.
En su mente, era justicia. Julien había sido una amenaza, una distorsión en la sinfonía de Suzume. Un eco que debía silenciarse.
Ahora, ella estaría libre.
Esa noche, en su dormitorio, abrió su cuaderno negro bajo la luz enfermiza de la lámpara. La gardenia seca, desmoronada
¿Por qué Julien no había caído?
¿Era su cuerpo, resistente como un roble? ¿Una mutación genética? ¿Un error en la dosificación del veratrum album?
No. Imposible.
Solo había una explicación, una verdad que se retorcía como un gusano en su mente: alguien lo había protegido. Alguien había interferido.
Lucien revisó los detalles, diseccionando los movimientos de Julien como un anatomista que corta tejido. And entonces, la respuesta emergió, afilada y clara: su madre. La química. La investigadora que olfateaba venenos como un sabueso.
Ella debió haber analizado el termo. Ella debió haber alertado al colegio, en susurros, en secreto. Pero no lo habían denunciado. No públicamente.
¿Por qué?
La pregunta era un clavo en su nuca, punzante, insoportable.
Comenzó a observar a Julien con ojos nuevos. Ya no era solo un obstáculo, una pieza más en el tablero. Era un rival, un virus inteligente que había mutado, que lo miraba desde las sombras con una sonrisa que sabía demasiado.
Lucien supo lo que tenía que hacer.
El jueves llegó, como un ladrón que se cuela entre las grietas del tiempo. Tan inesperado, y al mismo tiempo, tan anhelado, como un verso que se escribe con sangre. Lucien cruzó el umbral del teatro antes de las cinco, sus pasos resonando en la madera gastada como latidos de un corazón dividido entre la ansiedad y el pánico. Sus ojos, afilados, recorrieron el escenario desnudo, las gradas sumidas en penumbra, los pasillos que exhalaban silencio.
Pero ella no estaba.Suzume no estaba.
—“Qué extraño” —musitó, su voz un susurro que se perdió en el vacío. El teatro, normalmente un hervidero de voces y ecos de ensayos febriles, yacía desierto.
Solo un hombre, al fondo, barría el suelo con la monotonía de un reloj roto.—“¿Vienes por el ensayo?” —preguntó el hombre, su curiosidad tan cansada como sus movimientos.Lucien asintió, apenas, con la convicción de un condenado que asiente ante su sentencia.
—“Se suspendió. Hoy no vendrán. Mejor regresa a tu cuarto… o a casa.”
Una punzada le atravesó el pecho, no exactamente dolor, sino un veneno más sutil: decepción teñida de sospecha, como un cielo que se oscurece antes de la tormenta.
Iba a girarse, a rendirse al vacío, cuando una sombra se deslizó hacia él. Una figura menuda, rubia, de rostro aniñado, con un flequillo recto que parecía cortar el aire mismo.
—“Hola, Lucien” —dijo ella, tímida, con una voz que temblaba como una vela en el viento.
Él la miró, desconcertado, los ojos entrecerrados como si intentara descifrar un enigma indeseado.
—“Hola…” —respondió, la palabra seca, suspendida en el aire.
—“Qué bueno que viniste… Te cité justo aquí porque hoy no habría obra.”
Lucien frunció el ceño, un relámpago de desconfianza cruzando su rostro.
—“¿Quién es esta extraña? ¿Por qué habla como si compartiéramos un secreto?”
La observó con un destello de desdén, molesto por la familiaridad que ella blandía como un arma sin filo.
—“No entiendo” —dijo, cortante—. “Estoy esperando a alguien.”
—“Lo sé” —respondió ella, con una sonrisa frágil, casi etérea—. “Soy yo.”
Lucien arqueó una ceja, el desconcierto mutando en una inquietud más profunda, como si el suelo bajo sus pies comenzara a resquebrajarse.
—“¿Quién es ella? ¿Un peón de Suzume? ¿Una mensajera enviada para probarme?”
Se dejó caer en una grada vacía, el crujido de la madera resonando como un eco de su propia fractura interna. El hombre al fondo seguía barriendo, un metrónomo de fondo para una escena que se torcía.
Hablaron. De teatro, de obras que ardían en el alma, de autores que sangraban en cada línea. Una conversación corriente, adolescente, casi inocente.
Pero en la mente de Lucien, algo se retorcía, como una serpiente que despierta en su nido. Cada palabra de la chica avivaba su certeza: Suzume la había enviado. Era una intermediaria, un eco de su presencia. And más aún, en las sombras de las gradas más altas, juraría que la sentía.
A Suzume.
Observándolo.
Escuchándolo.
Acechándolo desde la penumbra.And por esa idea, tan enfermiza como dulce, Lucien se dejó llevar. Sus palabras fluyeron, su risa se abrió paso, tímida al principio, luego audaz. Sonrió, y por un instante, fue como si el teatro entero se iluminara con su luz.
Hasta que, de pronto, cortó el aire con una pregunta afilada:
—“¿Te envió Suzume, verdad?”
La chica parpadeó, desconcertada, su rostro un lienzo de confusión genuina.
—“¿Suzume? No, claro que no. ¿Por qué lo haría?”
El mundo de Lucien se tambaleó. Su expresión se endureció, como si la máscara de su esperanza se resquebrajara, dejando al descubierto una furia contenida.
—“¿Estás segura?” —insistió, su voz un filo que cortaba el silencio—. “¿O me estás mintiendo?”
—“Nada de eso” —respondió ella, con una risa nerviosa que sonó como un cristal a punto de romperse—. “Solo soy yo.”
—“¿And cómo conseguiste mi número?” —preguntó, el fastidio goteando en cada sílaba, como veneno que se derrama.
—“Lo vi en el registro de estudiantes” —dijo ella, casi disculpándose—. “Espero no haberte molestado.”
Lucien apretó los dientes, un hilo de rabia ascendiendo por su garganta, incendiándole el rostro. El nombre de Suzume ardía en su lengua, un conjuro que no podía contener.
—“¿And Suzume?” —preguntó, la voz tensa, quebradiza, como si pronunciarla le desgarrara el alma.
La chica dudó, sus ojos esquivando los de él por un instante eterno.—“Suzume está con Julien” —dijo al fin, su voz apenas un murmullo—. “Están practicando para la próxima obra. A solas.”
El mundo se detuvo. El aire se volvió cuchillo. El corazón de Lucien, un tambor de guerra.
Suzume y Julien.
A solas.
Se levantó de golpe, su sombra alargándose sobre la madera como una guillotina.
Sus ojos, nublados por la furia, eran dos brasas en la penumbra.
—“Vete a casa” —espetó, su voz un látigo—. “And no me vuelvas a joder. Estoy ocupado.”
La chica se quedó inmóvil, petrificada por el veneno en su tono. Pero lo entendió. Su presencia era una chispa en un polvorín.
Sin una palabra, se alejó, sus pasos un eco que se desvanecía.
Lucien, en cambio, caminó hacia su habitación en el campus con la furia como brújula. Sus puños, apretados hasta blanquear los nudillos, temblaban con una promesa oscura. En su mente, un tambor de guerra resonaba, implacable.
—“¿Suzume… con Julien?”
And entonces, entre dientes, con los ojos encendidos por un fuego que no conocía piedad, murmuró para sí mismo:
—“Ahora sí voy a acabar contigo, maldito hijo de perra… aunque sea con mis propias manos.”
El viernes continuó envuelto en penumbra. Aquella tarde ardía un atardecer rojo, como si el cielo hubiese sido desgarrado por dentro. La luz se hundía lentamente en la sangre del día,
and todo —el aire, los muros, las sombras— parecía anunciar lo inevitable:
hoy sería un día de muerte.
Un día con final escrito.
Con punto final.
Con silencio al final de la partitura.
El teatro era su santuario, su altar donde los sacrificios se ofrecían en silencio. Ese día, el ensayo era musical, un torbellino de notas que rugían desde los altavoces como una tormenta sin nombre. Los bajos sacudían el suelo, ahogando las voces, los pasos, el mundo.
Lucien caminó por el pasillo lateral, con la calma de un sacerdote que entra a oficiar un rito. En su bolsillo, el bisturí del laboratorio, frío y afilado, pesaba como una promesa. Subió el volumen desde la consola exterior, haciendo que los altavoces rugieran hasta que el aire vibró con un pulso violento.
Julien se encontraba solo en el escenario, ajustando unos detalles para la obra que sería la próxima semana si todo marchaba bien. cuándo el volumen de los altavoces se alzó. se detuvo. Frunció el ceño. Giró, buscando en la penumbra.
—“¿Hola? ¿Hay alguien?” —su voz, grave, cortó el aire, pero fue devorada por la música.
Entonces lo vio.
Un relámpago de forma en la oscuridad. Lucien, emergiendo de las sombras, su rostro una máscara sin expresión, los ojos negros, vacíos como pozos secos.
—“¿Lucien…?” —dijo Julien, con un paso atrás, su voz quebrándose en una nota de pánico.
Lucien jamás se había acercado tanto a él, no así, mucho menos había subido al escenario.
El bisturí fue un destello, rápido como un latigazo. La primera puñalada se hundió entre las costillas de Julien, un corte limpio que rasgó carne y músculo. La sangre brotó, caliente, empapando la camisa en un rojo oscuro que brillaba bajo las luces del escenario.
Julien jadeó, un sonido húmedo, animal, mientras sus manos se alzaban en un intento desesperado de defenderse.
—“¡Para! ¡Maldita sea!” —gritó, empujando a Lucien con la fuerza de la adrenalina, sus dedos arañando el aire.
Pero Lucien era implacable, una máquina de precisión. La segunda puñalada acertó en la espalda baja, el bisturí desgarrando tejidos con un crujido sordo. Julien tropezó, sus piernas traicionadas por el dolor, pero no cayó. Se giró, con los ojos abiertos de terror, el rostro pálido como la cera, and lanzó un puñetazo que rozó la mejilla de Lucien.
—“¡Estás loco!” —rugió, su voz rota, mientras la sangre goteaba al suelo, formando charcos que olían a hierro y miedo.
Lucien no respondió. Sus ojos eran fríos, distantes, como si estuviera diseccionando un espécimen. Agarró la mano izquierda de Julien, que intentaba bloquearlo, and con un movimiento rápido, cortó los tendones de la palma. El bisturí abrió la carne como si fuera papel, dejando los dedos colgando inútiles, salpicando sangre que pintó el escenario de un rojo viscoso.
Julien gritó, un alarido que se perdió en la tormenta de los altavoces, and cayó de rodillas, con la mano derecha apretando la herida, la sangre manando entre sus dedos como un río roto.
—“Maldito… hijo de puta…” —jadeó, con los ojos vidriosos, el terror grabado en cada línea de su rostro.
Lucien lo miró, inclinado sobre él como un ángel de la muerte.
—“No eres nada” —dijo, su voz baja, casi un susurro, mientras el bisturí bajaba de nuevo—. “No te volverás a acercar a ella.”
La tercera puñalada se hundió en el abdomen, un corte profundo que hizo que Julien se doblara, con un gorgoteo húmedo escapando de su garganta. La cuarta y la quinta fueron rápidas, precisas, en el pecho y el flanco, cada una arrancando un jadeo, un espasmo, un pedazo de vida.
El cuerpo de Julien colapsó, pesado como un telón viejo, desplomándose sobre el escenario con un golpe sordo. La sangre se esparció en un charco oscuro, un aplauso silencioso que lamía las tablas como una marea.
Lucien jadeaba, con las manos temblando, el bisturí goteando rojo. Pero no se detuvo. Aseguró el final. Dos cortes más, en el estómago, donde la carne se abrió como una flor podrida, dejando un olor a vísceras and metal que llenó el aire.
Julien no se movió. Sus ojos, abiertos y vacíos, miraban al techo, como si buscaran una respuesta que nunca llegaría.
Lucien lo arrastró fuera del escenario, con el cuerpo flácido dejando un rastro de sangre que brillaba bajo las luces. Encontró el panel oculto bajo las tablas, una compuerta usada para los mecanismos de luces and utilería. Lo abrió con un crujido, metió el cuerpo dentro, acomodándolo como si fuera una marioneta rota, con los brazos cruzados and la cabeza ladeada, como si durmiera.
Julien, el actor, ahora era un secreto guardado en la oscuridad.
Tardó una hora en limpiar la escena. Toallas and productos químicos que quitaron las manchas de sangre de la madera del escenario en casi su totalidad. Toallas de papel empapadas en alcohol de utilería, frotadas hasta que sus manos dejaron de oler a sangre. Se cambió en el baño del fondo, metiendo la ropa manchada en una mochila negra. La arrojó al contenedor del laboratorio, entre frascos rotos and desechos químicos, donde el olor a formaldehído devoraría cualquier evidencia.
Nada quedaría. Nada visible.
Cuando salió al pasillo, respiró hondo, el aire frío quemándole los pulmones.
Sus pasos eran firmes. Su rostro, una máscara nueva, tallada en la certeza de lo que había hecho.
Era la primera vez que mataba.
And no sentía arrepentimiento. Ni lágrimas. Ni temblor.
En su mente, era justicia. Julien había sido una amenaza, una distorsión en la sinfonía de Suzume. Un eco que debía silenciarse.
Ahora, ella estaría libre.
Esa noche, en su dormitorio, abrió su cuaderno negro bajo la luz enfermiza de la lámpara. La gardenia seca, desmoronada
ACTO X - Gardenias Rojas
La máscara se había roto. La noche, antes cómplice, ahora era un reflector que quemaba. El escenario sangraba en directo, and la sangre era un canto fúnebre que nadie más oía.
La noticia cayó sobre él como un relámpago de hielo que le abrió el pecho en dos:
Julien no había muerto.
Vivía.
Grave, inmóvil, silente... pero vivo.
Un espectro obstinado, aferrado a su acto final, negándose a abandonar la escena.
Fue el hombre de la limpieza quien lo oyó primero. Un quejido débil, roto, como un susurro arrastrado desde el otro lado del telón. Mientras barría bajo las tablas, notó algo más:
unas manchas oscuras que salpicaban la madera como notas en una partitura trágica.
Las siguió.
Paso a paso.
Hasta encontrarlo.
Allí, en un rincón tétrico bajo el escenario, yacía el joven actor.
Desangrado, sí.
Pero aún presente.
Aún resistiendo.
Como si el teatro no quisiera terminar la función sin él.
Lo oyó de un profesor, entre murmullos nerviosos en el pasillo.
—“Lo encontraron bajo el teatro” —susurró la profesora Dubois, con la voz temblorosa—. “Desangrado, en shock… pero respira.”
—“¿Quién pudo hacer algo así?” —preguntó Miss Clara, apretando su collar como si pudiera protegerla—. “Esto no es un accidente.”
—“Silencio” —cortó Madame Lefèvre, con los ojos como cuchillas—. “Nada de rumores hasta que sepamos más.”
Lucien, inmóvil en la esquina de la cafetería, sintió el mundo inclinarse. Julien, con su respiración asistida, era un hilo suelto, un testigo que podía hablar, que podía nombrarlo.
Era solo cuestión de tiempo.
El colegio gozaba de un prestigio incuestionable, uno de los más renombrados de toda Francia. Su reputación era un templo sagrado, intocable, and ningún rumor podría profanar sus muros de excelencia. No podían permitirse que se supiera la verdad: que algunos alumnos estaban siendo atacados, que el peligro respiraba entre los pasillos con la cadencia muda de un secreto.
Pero fue precisamente ese silencio su error más fatal. Al ocultar lo que ocurría, al envolver la podredumbre en terciopelo institucional, le abrieron el camino a Lucien. La sombra que lo habitaba se movía libre entre la indiferencia and el encubrimiento, and así, con cada paso, él seguía cometiendo sus actos. Impune. Invisible. Alimentado por el silencio de los adultos que miraban hacia otro lado.
And entonces llegó el golpe final: el anuncio de la graduación de Suzume.
El campus se estremecía bajo una euforia artificial, como una fiesta vestida de espejismos. Vestidos vaporosos and trajes recién planchados bailaban entre risas agudas and vasos de ponche que sabían a azúcar and mentira. Suzume asistiría. Lucien lo sabía con la certeza febril de quien lo ha soñado mil veces. Pero lo que no sabía —lo que nadie tuvo la piedad de advertirle— fue lo que terminó por destrozarlo: ella iría con acompañante.
No con él. Con otro.
And aunque era absurdo, incluso ilógico —él no era parte de esa graduación, ni tenía lugar allí—, la revelación lo sumió en unos celos venenosos, espesos como brea. Su acompañante era un muchacho anodino, del club de música, más bajo, desgarbado, de rostro blando and voz débil. Pero se había atrevido. Se atrevió a invitarla. And lo peor de todo: ella aceptó.
Él —ese muchacho de sonrisa fácil and manos indignas— la tocaría.
Suzume merecía más. Merecía elegancia, altura, un joven de su talla. Alguien como Lucien: becado, con esa belleza medida que cautivaba a ciertas muchachas con instintos filosos.
Algo crujió dentro de él. No un corazón, sino una cáscara. And dentro, la verdad: húmeda, pútrida.
Las luces del campus comenzaron a parecerle falsas, recortadas como escenografía de teatro barato. Las risas, ahora, eran un coro de espectros burlones.
¿Después de todo lo que había hecho? ¿Amandine, Julien, las noches de insomnio, las gardenias aplastadas, las señales que ella le había enviado desde el escenario?
No podía ser.
Esa noche, Suzume llegó al salón del baile vestida de azul noche, una flor blanca en la muñeca como un estigma de pureza. Estaba sola en el vestíbulo, esperando a su acompañante, de espaldas al pasillo.
Lucien avanzaba con pasos precisos, regulares, como el tictac de un metrónomo en una habitación sin música. En el bolsillo, el bisturí pesaba más que el metal: era un juramento afilado, una promesa de control en un mundo que se desmoronaba a su alrededor.
Desde lo de Julien, no salía sin él. Se había convertido en una extensión de su cuerpo, su espada de caballero torcido, su escudo contra la absurda sinfonía de una realidad que no entendía —ni deseaba entender. Aquella hoja pequeña contenía una lógica cruel pero clara, algo que la vida, con sus normas blandas and risas falsas, jamás le ofreció.
—“Suzume” —dijo, su voz suave, como si nombrara una constelación caída.
Ella giró. Sonrió, amable, pero distante, como un reflejo en un cristal empañado.
—“Hola…” —respondió, ladeando la cabeza.
—“Estás hermosa” —dijo Lucien, con una reverencia que escondía el veneno en sus palabras.
—“Gracias… ¿tú también vienes al baile?” —preguntó, con la cortesía de quien no recuerda un nombre.
—“Solo si tú estás aquí” —respondió, su voz un hilo de seda que se tensaba.
A pesar de haber asistido al evento, Lucien no se había vestido para la ocasión. Llevaba su uniforme de sombra: jeans oscuros, camiseta neutra, la chaqueta negra con capucha que usaba como segunda piel. Como si la sangre solo pudiera manchar telas familiares. Como si presentarse con elegancia fuera una traición a lo que realmente sentía.
Hablaron unos minutos. La voz de Suzume era perfecta, controlada, como si ensayara una escena. Hablaba de la obra, del clima, de la música. Lucien, en cambio, hablaba como si recitara un evangelio, cada palabra cargada de devoción.
Lucien asistía a cada ensayo como un feligrés silencioso, clavado en su rincón, contemplando. Pero Suzume jamás se inmutaba. No desviaba la mirada, no perdía el compás, no parecía ni siquiera notarlo. Su presencia era invisible para ella, como una mota de polvo flotando en la penumbra.
And eso, precisamente, era lo más cruel.
Lucien la observaba con la devoción de un creyente, como si cada movimiento suyo sobre el escenario fuese sagrado, como si cada palabra que pronunciaba mereciera ser esculpida en mármol.
Pero Suzume… Suzume no era del tipo que se distraía por la atención de un muchacho.
Era altiva, dueña de sí, consciente de su magnetismo and ajena a cualquier mirada que no viniera con aplausos.
Una diva.
Una musa inalcanzable.
Una llama que sólo se alimentaba de sí misma.
La conversación —hasta entonces— flotaba liviana, sin peso, casi indiferente. Un cruce de palabras más entre bastidores, frases que se deshacían en el aire.
Hasta que lo dijo.
—“¿Te quedarás esta noche conmigo?” —preguntó, con los ojos brillantes, como si el universo dependiera de su respuesta.
Suzume parpadeó. Su sonrisa se congeló, una máscara de cera a punto de derretirse.
—“¿Qué…?” —dijo, su voz apenas un susurro.
—“Digo… después del baile. Nosotros. Juntos” —insistió, dando un paso más cerca.
El silencio se volvió denso, un veneno que llenaba el aire. Las luces del vestíbulo parpadeaban, proyectando sombras que parecían moverse solas.
Suzume frunció el ceño, retrocediendo.
—“No entiendo…” —dijo, con la voz tensa, como si intentara descifrar una amenaza.
—“No finjas” —la voz de Lucien ya no era suave, sino un filo envuelto en calma—. “He visto tus señales. Durante todo el año. Tus obras, tus sonrisas, las lágrimas en la fuente. Todo era por mí.”
Suzume dio otro paso atrás, con los ojos abiertos, buscando una salida.
—“¿Perdona…?” —su voz tembló, un hilo a punto de romperse.
—“¿Por qué jugabas conmigo?” —Lucien alzó la voz, un rugido contenido—. “¿No sentías nada? ¿Era todo una farsa?”
—“¡Lucien, por favor, no sé de qué hablas!” —gritó, con las manos alzadas, defensiva.
Él la tomó de los hombros, firme, no con violencia aún, pero con una urgencia que quemaba.
—“¡No finjas! ¡No hay nadie mirando! ¡No tienes por qué seguir fingiendo así!” —su voz era un aullido, un lamento que rasgaba el aire.
Suzume forcejeó, empujándolo con fuerza.
—“¡Estás loco!” —gritó, liberándose, and corrió hacia la salida trasera, sus tacones resonando como disparos en la noche.
Lucien la persiguió, sus pasos un eco de depredador. La música del baile, alta and pulsante, ahogaba el mundo. Nadie oyó la cacería en el pasillo exterior.
El eco de los tacones de Suzume resonaba en la escalera de cemento, un staccato desesperado que se quebró cuando el tacón derecho se partió con un chasquido seco. Tropezó, sus manos arañando el pasamanos frío and oxidado, pero no se detuvo.
El instinto la empujaba hacia abajo, hacia la puerta trasera del edificio, sin saber que cada paso la llevaba directo al abismo: el laboratorio de Anatomía and Disección, un lugar donde el aire olía a formol and muerte. Sus dedos temblorosos rozaron el pomo de la puerta, helado contra su piel sudorosa, pero antes de que pudiera girarlo, una mano de hierro la atrapó por la cintura.
Lucien.
Su agarre era un cepo, su aliento caliente and errático contra la nuca de Suzume. La arrastró hacia atrás con una fuerza que le robó el aire, su mano libre tapándole la boca con tanta violencia que sus dientes chocaron contra sus labios, arrancándole un gemido ahogado.
Ella pataleó, sus uñas arañando los brazos de él, pero en su chaqueta gruesa no sentía nada. Lucien era un muro de furia, sus músculos tensos como cuerdas de acero. La estrelló contra la pared del pasillo, el impacto sacudiéndole los huesos, and el olor rancio del laboratorio se mezcló con el metálico de su propio miedo.
— “Dilo…” —gruñó Lucien, su voz un filo envuelto en veneno, tan cerca que Suzume sintió las sílabas vibrar contra su mejilla. —“Di que todo lo que haces es por mí”
Los ojos de Suzume se llenaron de lágrimas, el terror trepándole por la garganta como una garra. Intentó hablar, suplicar, pero la mano de Lucien apretó más, sofocando sus palabras. Su cuerpo temblaba, un animal acorralado, and con un esfuerzo desesperado giró la cabeza, buscando un escape que no existía. El pasillo era una tumba de sombras, las luces fluorescentes parpadeando como si supieran lo que estaba por venir.
— “No… por favor…” —logró susurrar, la voz rota, apenas un hilo entre los dedos de Lucien.
Él no respondió. Sus ojos eran pozos de rabia incandescente. Sacó un bisturí del bolsillo de su chaqueta, la hoja destellando bajo la luz mortecina como un colmillo de acero. Suzume alzó las manos por instinto, un escudo frágil contra la tormenta que se avecinaba.
— “Lucien, no…” —su voz se quebró en un sollozo.
El primer corte fue un relámpago de dolor. El bisturí rasgó la palma de su mano izquierda, la piel abriéndose como pétalos de una flor venenosa, la sangre brotando en hilos calientes que resbalaron por su muñeca. Suzume gritó, un sonido crudo que rebotó en las paredes desnudas, pero el eco no trajo ayuda. Intentó correr, sus piernas tambaleándose, el tacón roto haciéndola cojear, pero Lucien la alcanzó en dos zancadas, sus botas resonando como martillos.
La empujó al suelo, el cemento frío mordiéndole las rodillas. Entonces, con una precisión quirúrgica que helaba la sangre, hundió el bisturí en su espalda, justo entre las vértebras torácicas. El metal se deslizó con un chasquido húmedo, cortando piel, músculo and tendón. Suzume jadeó, un sonido roto que era más animal que humano, sus manos arañando el suelo en busca de algo, cualquier cosa, que la anclara a la vida. La flor blanca que llevaba en la muñeca, la misma que la acompañaba en cada actuación, ahora estaba empapada de un rojo obscenamente brillante.
— “No…” —susurró, girándose con un esfuerzo agónico, sus ojos abiertos de par en par, buscando en el rostro de Lucien una chispa de humanidad. Pero solo encontró vacío — “Por favor…”
— “Eres una mierda, tu no eres Suzume, mi Suzume…” —escupió él, su voz temblando de una furia que parecía devorarlo desde dentro — “Sólo una maldita perra, and esta es tu mejor actuación”
El segundo corte fue más cruel. El bisturí atravesó su flanco, rasgando músculo and rozando costilla con un crujido que resonó en el silencio. Suzume se dobló, un grito atrapado en su garganta, reducido a un gorgoteo húmedo cuando la sangre llenó su boca. La tercera puñalada, en el abdomen, fue un golpe sordo, como si el mundo entero se hubiera detenido para escuchar el desgarro de su carne.
Sus manos volaron a la herida, intentando contener la vida que se le escapaba entre los dedos, pero la sangre seguía brotando, caliente, implacable.
La cuarta and la quinta fueron rápidas, casi mecánicas, en el pecho. Cada corte era una sentencia, un punto final en una partitura rota. El bisturí danzaba en la mano de Lucien, su rostro una máscara de odio and éxtasis, mientras Suzume se desplomaba, su cuerpo un lienzo destrozado.
El suelo bajo ella se tiñó de un rojo oscuro, extendiéndose como un lago bajo la luz parpadeante. Sus últimos alientos eran jadeos débiles, sus ojos fijos en el techo, como si buscaran un cielo que ya no podían alcanzar.
Entonces lo supo, Lucien había intentado asesinar a Julien la semana pasada, quizás también a Amandine. Deseaba gritarlo al viento, que alguien supiera, pero no había nadie cerca ni para ayudarla ni para escucharla.
Lucien se quedó allí, de pie, el bisturí goteando en su mano, su pecho subiendo and bajando con una respiración entrecortada. El silencio que siguió era más pesado que cualquier grito.
Lucien, jadeando, se inclinó sobre ella, con el bisturí goteando en su mano.
—“No tenías que pelear” —susurró, con una ternura enferma—. “Solo tenías que ser sincera… ¿ves lo que hiciste? ¿lo que hicimos?.”
La noche del baile terminó con un cuerpo a los pies de la entrada trasera, and Lucien, ensangrentado, respirando hondo, como si acabara de completar una obra maestra.
La devoción se había torcido en disección. El amor, en anatomía. La mente de Lucien, un lienzo donde ciencia and delirio se fundían en un solo trazo.
El laboratorio de biología olía a cloro, metal and flores marchitas, un perfume que se pegaba a la piel como una maldición. Lucien arrastró el cuerpo de Suzume, envuelto en una manta de teatro salpicada de lentejuelas que brillaban como ojos ciegos.
Nadie patrullaba los pasillos. Las alarmas, desactivadas semanas atrás por un sabotaje que él mismo había orquestado, eran cómplices silenciosas. Lo había planeado, no para ese día, pero lo había imaginado. Un escenario final, un altar donde descifraría la verdad.
Suzume gemía, un hilo de vida que se negaba a romperse. Su respiración era un silbido débil, un desafío que lo enfurecía and lo fascinaba.
—“No te preocupes” —susurró Lucien, colocándola en la camilla de acero, sus manos temblando de emoción, no de miedo—. “Ya no tienes que luchar. Nadie nos separará. Ni siquiera tú.”
Las luces del laboratorio parpadearon, un zumbido eléctrico que parecía cantar una elegía. Todo estaba listo: bisturís alineados como instrumentos de un orfebre, frascos de formol, sierras finas, pinzas quirúrgicas, bandejas de acero que reflejaban la luz como espejos crueles.
Era su iglesia blanca. Su santuario.
—“Te abrí el pecho, ¿lo sabes?” —dijo, cortando el vestido con un bisturí, la tela rasgándose como piel muerta—. “Según mis cálculos… hundí el bisturí lo suficiente para no dañar ningún órgano vital, sólo corté el músculo and algunos tendones.”
Suzume gimió, un sonido roto que apenas era humano. Sus ojos, vidriosos, se movían frenéticos, buscando una salida que no existía.
—“Por…favor…” —susurró, con la voz ahogada en sangre—. “No…”
—“Debo encontrarla” —continuó Lucien, ignorándola, su voz un cántico clínico—. “La parte de tu cerebro que está corrompida.”
Con un crujido, separó la caja torácica, el hueso cediendo bajo la sierra como madera húmeda. La sangre brotó, tibia, empapando sus guantes, mientras los pulmones de Suzume se agitaban, luchando por cada bocanada.
Estaba fascinado.
A pesar que anteriormente había abierto a un ser vivo, anotando and observando su reacción ante el dolor, era la primera vez que habría a un ser humano, estando aún consciente o apenas consciente.
No era solo una disección, no: era la disección. No de un animal cualquiera, no de un cuerpo anónimo bajo luces frías, sino de a ser humano vivo.
And no de cualquier ser.
De ella.
De Suzume.
Su amada. Su musa. Su criatura de latido and temblor.
Para Lucien, aquello no era un crimen, era arte. Su obra maestra. Su acto final. And ella, la actriz perfecta, entregada al papel sin saberlo.
El escenario era real. La sangre, auténtica.
El público, ausente, como debía ser.
En su mente, todo cobraba sentido: los gestos, los silencios, el bisturí que hablaba mejor que él. Ella no gritaba. No podía. En su versión de los hechos, Suzume comprendía. Suzume aplaudía.
Ella lo miraba desde las gradas, alentándolo a continuar, a encontrar el error que la había corrompido, and él sobre el escenario, sonreía bajo la mascarilla quirúrgica siguiendo la obra donde ahora él era el actor principal.
Lucien extrajo el corazón, aún latiendo débilmente, and lo colocó en una bandeja, admirándolo como una joya imperfecta.
—“Tan frágil” —murmuró, con los ojos brillantes, casi llorosos—. “And tan hermoso.”
Los intestinos, brillantes and resbaladizos, fueron retirados con cuidado, depositados en un frasco de formol que los hizo flotar como serpientes muertas. El hígado, oscuro and pesado, lo sostuvo en sus manos, buscando en sus pliegues alguna pista de su rechazo.
Suzume, milagrosamente, aún respiraba, un silbido agónico que desafiaba la lógica. Su cuerpo se negaba a rendirse, aunque su mente ya no estaba allí.
—“Estoy tan cerca…” —susurró Lucien, con el bisturí temblando sobre su cráneo—. “Sólo necesito extirpar tus pensamientos.”
Cortó la piel del cuero cabelludo, un corte limpio que dejó la sangre corriendo como ríos oscuros. Con una sierra fina, abrió el cráneo, el sonido como un lamento de metal. Los lóbulos cerebrales, expuestos, eran un mapa que él quería descifrar.
Dibujaba mientras cortaba, garabateando en su cuaderno negro, como un artista renacentista and un carnicero místico a la vez.
Quitaba la piel de su rostro, como si fuera una máscara. Dejó solo sus ojos, junto a la carne que le rodeaba.
—“Aquí estás” —dijo, tocando el tejido gris con una reverencia enfermiza—. “Aquí es donde me escondiste.”
Pasó una hora.
El acompañante de Suzume llegó al salón decorado con luces cálidas and globos dorados, el ponche servido, la música lenta comenzando a llenar el aire. Al principio, nada parecía fuera de lugar. Caminó con calma, buscando con la mirada entre los vestidos and los trajes planchados. Preguntó por ella.
—“¿Han visto a Suzume?” —dijo, acomodándose nerviosamente el cuello de la camisa.
—“Salió un momento” —respondió una amiga, frunciendo el ceño, como si recién se percatara de algo.
—“¿No estaba contigo?” —preguntó otro, mirando hacia la entrada.
—“Yo llegué tarde… pensé que ya estaría aquí…”
Hubo un pequeño silencio. De esos que no duran más de cinco segundos, pero que ensordecen.
—“Seguro fue al baño” —intervino alguien, tratando de restarle importancia.
—“¿And si se sintió mal?”
—“¿And si volvió a casa?”
—“¿Alguien la vio salir?”
Las respuestas eran todas conjeturas. El ambiente seguía siendo festivo, pero con una vibración sutil, incómoda, como una cuerda mal afinada en una orquesta. La gente seguía bailando. Riendo. Pero ya no con la misma soltura.
Veinte minutos después, el chico se acercó a una profesora.
—“Disculpe… no encuentro a Suzume. Sus amigas tampoco la han visto. No responde el móvil.”
La profesora intentó sonreír, con una calma ensayada.
—“Tal vez fue a su casa. A veces las chicas se abruman... ya sabes, los nervios.”
Pero algo en su voz tembló.
Se decidió llamar a su hogar. Una auxiliar del colegio se dirigió a la oficina con paso rápido. Marcó.
—“¿Hola? Buenas noches, ¿la señora Montreau?” —
—“Sí. ¿Quién habla?” —respondió la madre, con voz pausada.
—“Llamamos desde el colegio. Disculpe la hora. ¿Suzume está en casa?”
—“… ¿Cómo dice?”
—“Es que no la encontramos en el salón… Pensamos que quizás regresó...”
—“Pero si se fue hace más de una hora. Estaba emocionada. Salió bien vestida. Dijo que llegaría con su acompañante.”
Silencio.
—“¿Pasa algo?”
La auxiliar miró a la profesora. Ambas palidecieron.
Entonces comenzó el caos.
La noticia se deslizó por el salón como un perfume espeso. Primero un murmullo, luego un susurro cargado de urgencia.
El acompañante, con la cara descompuesta, caminaba entre los grupos:
—“¿La vieron? ¿Suzume? Por favor, ¿nadie la ha visto?”
La búsqueda empezó con torpeza: el jardín, los baños, los pasillos laterales. Nadie quería pronunciar la palabra desaparecida.
Los profesores intentaron calmar al alumnado.
—“Seguramente aparecerá, debe haberse confundido de lugar...”
—“Quédense tranquilos... por favor, no salgan del edificio.”
Pero sus ojos no sabían mentir. El miedo se les escapaba por las pupilas.
Las puertas del campus se cerraron con un golpe metálico.
Las cámaras se activaron.
Pero el laboratorio de Anatomía and disección —aislado, — no tenía conexión al circuito.
And nadie pensó en mirar allí.
Aún
En el Hospital, otra víctima de Lucien, abrió los ojos.
El dolor era un océano, pero su voluntad era un faro.
—“Lucien…” —balbuceó, con la voz rota, a la enfermera que ajustaba su intravenosa—. “Fue él…”
Dijo a la enfermera, refiriéndose a Lucien como el responsable de su ataque, aquel que había atentado contra su vida. Sin siquiera pensar que, ahora Lucien estaba implicado en algo más grande aún.
—“¿Qué dices, pequeño?” —preguntó ella, inclinándose.
—“Lucien… el fué quién me atacó…” —insistió, con los ojos brillando de furia and miedo.
La enfermera llamó al médico. El médico llamó a la policía.
En Bellgrave, un grupo de profesores, liderado por el doctor Vargas, se reunió en secreto.
—“Solo faltan un par de lugares por revisar” —dijo Vargas, con la voz baja, mirando los registros del laboratorio—. “El laboratorio es el único lugar que no hemos revisado…”
—“Pero el Laboratorio está cerrado con llave” —replicó Madame Lefèvre, aunque su tono era más débil que nunca—. “En la oficina hay una copia de emergencia...”
Dentro, Lucien envolvía la cabeza de Suzume en una tela blanca, como si fuera una reliquia sagrada.
—“Ahora sí” —susurró, mirándola con una ternura que apestaba a locura—. “Ahora estás conmigo. Por fin callaste al mundo.”
Los pasos resonaron fuera del laboratorio. Firmes. Reales.
Su corazón golpeó su pecho, un tambor de pánico. Las manos temblaron, esta vez no de emoción, sino de miedo.
Había olvidado algo. Un guante ensangrentado en el suelo. Una puerta entreabierta. Una gota de sangre que brillaba en el pomo.
No era un buen criminal.
Era un chico asustado, un devoto desesperado que había escrito una tragedia sin final.
And por primera vez, sintió el telón caer sobre él.
La noticia cayó sobre él como un relámpago de hielo que le abrió el pecho en dos:
Julien no había muerto.
Vivía.
Grave, inmóvil, silente... pero vivo.
Un espectro obstinado, aferrado a su acto final, negándose a abandonar la escena.
Fue el hombre de la limpieza quien lo oyó primero. Un quejido débil, roto, como un susurro arrastrado desde el otro lado del telón. Mientras barría bajo las tablas, notó algo más:
unas manchas oscuras que salpicaban la madera como notas en una partitura trágica.
Las siguió.
Paso a paso.
Hasta encontrarlo.
Allí, en un rincón tétrico bajo el escenario, yacía el joven actor.
Desangrado, sí.
Pero aún presente.
Aún resistiendo.
Como si el teatro no quisiera terminar la función sin él.
Lo oyó de un profesor, entre murmullos nerviosos en el pasillo.
—“Lo encontraron bajo el teatro” —susurró la profesora Dubois, con la voz temblorosa—. “Desangrado, en shock… pero respira.”
—“¿Quién pudo hacer algo así?” —preguntó Miss Clara, apretando su collar como si pudiera protegerla—. “Esto no es un accidente.”
—“Silencio” —cortó Madame Lefèvre, con los ojos como cuchillas—. “Nada de rumores hasta que sepamos más.”
Lucien, inmóvil en la esquina de la cafetería, sintió el mundo inclinarse. Julien, con su respiración asistida, era un hilo suelto, un testigo que podía hablar, que podía nombrarlo.
Era solo cuestión de tiempo.
El colegio gozaba de un prestigio incuestionable, uno de los más renombrados de toda Francia. Su reputación era un templo sagrado, intocable, and ningún rumor podría profanar sus muros de excelencia. No podían permitirse que se supiera la verdad: que algunos alumnos estaban siendo atacados, que el peligro respiraba entre los pasillos con la cadencia muda de un secreto.
Pero fue precisamente ese silencio su error más fatal. Al ocultar lo que ocurría, al envolver la podredumbre en terciopelo institucional, le abrieron el camino a Lucien. La sombra que lo habitaba se movía libre entre la indiferencia and el encubrimiento, and así, con cada paso, él seguía cometiendo sus actos. Impune. Invisible. Alimentado por el silencio de los adultos que miraban hacia otro lado.
And entonces llegó el golpe final: el anuncio de la graduación de Suzume.
El campus se estremecía bajo una euforia artificial, como una fiesta vestida de espejismos. Vestidos vaporosos and trajes recién planchados bailaban entre risas agudas and vasos de ponche que sabían a azúcar and mentira. Suzume asistiría. Lucien lo sabía con la certeza febril de quien lo ha soñado mil veces. Pero lo que no sabía —lo que nadie tuvo la piedad de advertirle— fue lo que terminó por destrozarlo: ella iría con acompañante.
No con él. Con otro.
And aunque era absurdo, incluso ilógico —él no era parte de esa graduación, ni tenía lugar allí—, la revelación lo sumió en unos celos venenosos, espesos como brea. Su acompañante era un muchacho anodino, del club de música, más bajo, desgarbado, de rostro blando and voz débil. Pero se había atrevido. Se atrevió a invitarla. And lo peor de todo: ella aceptó.
Él —ese muchacho de sonrisa fácil and manos indignas— la tocaría.
Suzume merecía más. Merecía elegancia, altura, un joven de su talla. Alguien como Lucien: becado, con esa belleza medida que cautivaba a ciertas muchachas con instintos filosos.
Algo crujió dentro de él. No un corazón, sino una cáscara. And dentro, la verdad: húmeda, pútrida.
Las luces del campus comenzaron a parecerle falsas, recortadas como escenografía de teatro barato. Las risas, ahora, eran un coro de espectros burlones.
¿Después de todo lo que había hecho? ¿Amandine, Julien, las noches de insomnio, las gardenias aplastadas, las señales que ella le había enviado desde el escenario?
No podía ser.
Esa noche, Suzume llegó al salón del baile vestida de azul noche, una flor blanca en la muñeca como un estigma de pureza. Estaba sola en el vestíbulo, esperando a su acompañante, de espaldas al pasillo.
Lucien avanzaba con pasos precisos, regulares, como el tictac de un metrónomo en una habitación sin música. En el bolsillo, el bisturí pesaba más que el metal: era un juramento afilado, una promesa de control en un mundo que se desmoronaba a su alrededor.
Desde lo de Julien, no salía sin él. Se había convertido en una extensión de su cuerpo, su espada de caballero torcido, su escudo contra la absurda sinfonía de una realidad que no entendía —ni deseaba entender. Aquella hoja pequeña contenía una lógica cruel pero clara, algo que la vida, con sus normas blandas and risas falsas, jamás le ofreció.
—“Suzume” —dijo, su voz suave, como si nombrara una constelación caída.
Ella giró. Sonrió, amable, pero distante, como un reflejo en un cristal empañado.
—“Hola…” —respondió, ladeando la cabeza.
—“Estás hermosa” —dijo Lucien, con una reverencia que escondía el veneno en sus palabras.
—“Gracias… ¿tú también vienes al baile?” —preguntó, con la cortesía de quien no recuerda un nombre.
—“Solo si tú estás aquí” —respondió, su voz un hilo de seda que se tensaba.
A pesar de haber asistido al evento, Lucien no se había vestido para la ocasión. Llevaba su uniforme de sombra: jeans oscuros, camiseta neutra, la chaqueta negra con capucha que usaba como segunda piel. Como si la sangre solo pudiera manchar telas familiares. Como si presentarse con elegancia fuera una traición a lo que realmente sentía.
Hablaron unos minutos. La voz de Suzume era perfecta, controlada, como si ensayara una escena. Hablaba de la obra, del clima, de la música. Lucien, en cambio, hablaba como si recitara un evangelio, cada palabra cargada de devoción.
Lucien asistía a cada ensayo como un feligrés silencioso, clavado en su rincón, contemplando. Pero Suzume jamás se inmutaba. No desviaba la mirada, no perdía el compás, no parecía ni siquiera notarlo. Su presencia era invisible para ella, como una mota de polvo flotando en la penumbra.
And eso, precisamente, era lo más cruel.
Lucien la observaba con la devoción de un creyente, como si cada movimiento suyo sobre el escenario fuese sagrado, como si cada palabra que pronunciaba mereciera ser esculpida en mármol.
Pero Suzume… Suzume no era del tipo que se distraía por la atención de un muchacho.
Era altiva, dueña de sí, consciente de su magnetismo and ajena a cualquier mirada que no viniera con aplausos.
Una diva.
Una musa inalcanzable.
Una llama que sólo se alimentaba de sí misma.
La conversación —hasta entonces— flotaba liviana, sin peso, casi indiferente. Un cruce de palabras más entre bastidores, frases que se deshacían en el aire.
Hasta que lo dijo.
—“¿Te quedarás esta noche conmigo?” —preguntó, con los ojos brillantes, como si el universo dependiera de su respuesta.
Suzume parpadeó. Su sonrisa se congeló, una máscara de cera a punto de derretirse.
—“¿Qué…?” —dijo, su voz apenas un susurro.
—“Digo… después del baile. Nosotros. Juntos” —insistió, dando un paso más cerca.
El silencio se volvió denso, un veneno que llenaba el aire. Las luces del vestíbulo parpadeaban, proyectando sombras que parecían moverse solas.
Suzume frunció el ceño, retrocediendo.
—“No entiendo…” —dijo, con la voz tensa, como si intentara descifrar una amenaza.
—“No finjas” —la voz de Lucien ya no era suave, sino un filo envuelto en calma—. “He visto tus señales. Durante todo el año. Tus obras, tus sonrisas, las lágrimas en la fuente. Todo era por mí.”
Suzume dio otro paso atrás, con los ojos abiertos, buscando una salida.
—“¿Perdona…?” —su voz tembló, un hilo a punto de romperse.
—“¿Por qué jugabas conmigo?” —Lucien alzó la voz, un rugido contenido—. “¿No sentías nada? ¿Era todo una farsa?”
—“¡Lucien, por favor, no sé de qué hablas!” —gritó, con las manos alzadas, defensiva.
Él la tomó de los hombros, firme, no con violencia aún, pero con una urgencia que quemaba.
—“¡No finjas! ¡No hay nadie mirando! ¡No tienes por qué seguir fingiendo así!” —su voz era un aullido, un lamento que rasgaba el aire.
Suzume forcejeó, empujándolo con fuerza.
—“¡Estás loco!” —gritó, liberándose, and corrió hacia la salida trasera, sus tacones resonando como disparos en la noche.
Lucien la persiguió, sus pasos un eco de depredador. La música del baile, alta and pulsante, ahogaba el mundo. Nadie oyó la cacería en el pasillo exterior.
El eco de los tacones de Suzume resonaba en la escalera de cemento, un staccato desesperado que se quebró cuando el tacón derecho se partió con un chasquido seco. Tropezó, sus manos arañando el pasamanos frío and oxidado, pero no se detuvo.
El instinto la empujaba hacia abajo, hacia la puerta trasera del edificio, sin saber que cada paso la llevaba directo al abismo: el laboratorio de Anatomía and Disección, un lugar donde el aire olía a formol and muerte. Sus dedos temblorosos rozaron el pomo de la puerta, helado contra su piel sudorosa, pero antes de que pudiera girarlo, una mano de hierro la atrapó por la cintura.
Lucien.
Su agarre era un cepo, su aliento caliente and errático contra la nuca de Suzume. La arrastró hacia atrás con una fuerza que le robó el aire, su mano libre tapándole la boca con tanta violencia que sus dientes chocaron contra sus labios, arrancándole un gemido ahogado.
Ella pataleó, sus uñas arañando los brazos de él, pero en su chaqueta gruesa no sentía nada. Lucien era un muro de furia, sus músculos tensos como cuerdas de acero. La estrelló contra la pared del pasillo, el impacto sacudiéndole los huesos, and el olor rancio del laboratorio se mezcló con el metálico de su propio miedo.
— “Dilo…” —gruñó Lucien, su voz un filo envuelto en veneno, tan cerca que Suzume sintió las sílabas vibrar contra su mejilla. —“Di que todo lo que haces es por mí”
Los ojos de Suzume se llenaron de lágrimas, el terror trepándole por la garganta como una garra. Intentó hablar, suplicar, pero la mano de Lucien apretó más, sofocando sus palabras. Su cuerpo temblaba, un animal acorralado, and con un esfuerzo desesperado giró la cabeza, buscando un escape que no existía. El pasillo era una tumba de sombras, las luces fluorescentes parpadeando como si supieran lo que estaba por venir.
— “No… por favor…” —logró susurrar, la voz rota, apenas un hilo entre los dedos de Lucien.
Él no respondió. Sus ojos eran pozos de rabia incandescente. Sacó un bisturí del bolsillo de su chaqueta, la hoja destellando bajo la luz mortecina como un colmillo de acero. Suzume alzó las manos por instinto, un escudo frágil contra la tormenta que se avecinaba.
— “Lucien, no…” —su voz se quebró en un sollozo.
El primer corte fue un relámpago de dolor. El bisturí rasgó la palma de su mano izquierda, la piel abriéndose como pétalos de una flor venenosa, la sangre brotando en hilos calientes que resbalaron por su muñeca. Suzume gritó, un sonido crudo que rebotó en las paredes desnudas, pero el eco no trajo ayuda. Intentó correr, sus piernas tambaleándose, el tacón roto haciéndola cojear, pero Lucien la alcanzó en dos zancadas, sus botas resonando como martillos.
La empujó al suelo, el cemento frío mordiéndole las rodillas. Entonces, con una precisión quirúrgica que helaba la sangre, hundió el bisturí en su espalda, justo entre las vértebras torácicas. El metal se deslizó con un chasquido húmedo, cortando piel, músculo and tendón. Suzume jadeó, un sonido roto que era más animal que humano, sus manos arañando el suelo en busca de algo, cualquier cosa, que la anclara a la vida. La flor blanca que llevaba en la muñeca, la misma que la acompañaba en cada actuación, ahora estaba empapada de un rojo obscenamente brillante.
— “No…” —susurró, girándose con un esfuerzo agónico, sus ojos abiertos de par en par, buscando en el rostro de Lucien una chispa de humanidad. Pero solo encontró vacío — “Por favor…”
— “Eres una mierda, tu no eres Suzume, mi Suzume…” —escupió él, su voz temblando de una furia que parecía devorarlo desde dentro — “Sólo una maldita perra, and esta es tu mejor actuación”
El segundo corte fue más cruel. El bisturí atravesó su flanco, rasgando músculo and rozando costilla con un crujido que resonó en el silencio. Suzume se dobló, un grito atrapado en su garganta, reducido a un gorgoteo húmedo cuando la sangre llenó su boca. La tercera puñalada, en el abdomen, fue un golpe sordo, como si el mundo entero se hubiera detenido para escuchar el desgarro de su carne.
Sus manos volaron a la herida, intentando contener la vida que se le escapaba entre los dedos, pero la sangre seguía brotando, caliente, implacable.
La cuarta and la quinta fueron rápidas, casi mecánicas, en el pecho. Cada corte era una sentencia, un punto final en una partitura rota. El bisturí danzaba en la mano de Lucien, su rostro una máscara de odio and éxtasis, mientras Suzume se desplomaba, su cuerpo un lienzo destrozado.
El suelo bajo ella se tiñó de un rojo oscuro, extendiéndose como un lago bajo la luz parpadeante. Sus últimos alientos eran jadeos débiles, sus ojos fijos en el techo, como si buscaran un cielo que ya no podían alcanzar.
Entonces lo supo, Lucien había intentado asesinar a Julien la semana pasada, quizás también a Amandine. Deseaba gritarlo al viento, que alguien supiera, pero no había nadie cerca ni para ayudarla ni para escucharla.
Lucien se quedó allí, de pie, el bisturí goteando en su mano, su pecho subiendo and bajando con una respiración entrecortada. El silencio que siguió era más pesado que cualquier grito.
Lucien, jadeando, se inclinó sobre ella, con el bisturí goteando en su mano.
—“No tenías que pelear” —susurró, con una ternura enferma—. “Solo tenías que ser sincera… ¿ves lo que hiciste? ¿lo que hicimos?.”
La noche del baile terminó con un cuerpo a los pies de la entrada trasera, and Lucien, ensangrentado, respirando hondo, como si acabara de completar una obra maestra.
La devoción se había torcido en disección. El amor, en anatomía. La mente de Lucien, un lienzo donde ciencia and delirio se fundían en un solo trazo.
El laboratorio de biología olía a cloro, metal and flores marchitas, un perfume que se pegaba a la piel como una maldición. Lucien arrastró el cuerpo de Suzume, envuelto en una manta de teatro salpicada de lentejuelas que brillaban como ojos ciegos.
Nadie patrullaba los pasillos. Las alarmas, desactivadas semanas atrás por un sabotaje que él mismo había orquestado, eran cómplices silenciosas. Lo había planeado, no para ese día, pero lo había imaginado. Un escenario final, un altar donde descifraría la verdad.
Suzume gemía, un hilo de vida que se negaba a romperse. Su respiración era un silbido débil, un desafío que lo enfurecía and lo fascinaba.
—“No te preocupes” —susurró Lucien, colocándola en la camilla de acero, sus manos temblando de emoción, no de miedo—. “Ya no tienes que luchar. Nadie nos separará. Ni siquiera tú.”
Las luces del laboratorio parpadearon, un zumbido eléctrico que parecía cantar una elegía. Todo estaba listo: bisturís alineados como instrumentos de un orfebre, frascos de formol, sierras finas, pinzas quirúrgicas, bandejas de acero que reflejaban la luz como espejos crueles.
Era su iglesia blanca. Su santuario.
—“Te abrí el pecho, ¿lo sabes?” —dijo, cortando el vestido con un bisturí, la tela rasgándose como piel muerta—. “Según mis cálculos… hundí el bisturí lo suficiente para no dañar ningún órgano vital, sólo corté el músculo and algunos tendones.”
Suzume gimió, un sonido roto que apenas era humano. Sus ojos, vidriosos, se movían frenéticos, buscando una salida que no existía.
—“Por…favor…” —susurró, con la voz ahogada en sangre—. “No…”
—“Debo encontrarla” —continuó Lucien, ignorándola, su voz un cántico clínico—. “La parte de tu cerebro que está corrompida.”
Con un crujido, separó la caja torácica, el hueso cediendo bajo la sierra como madera húmeda. La sangre brotó, tibia, empapando sus guantes, mientras los pulmones de Suzume se agitaban, luchando por cada bocanada.
Estaba fascinado.
A pesar que anteriormente había abierto a un ser vivo, anotando and observando su reacción ante el dolor, era la primera vez que habría a un ser humano, estando aún consciente o apenas consciente.
No era solo una disección, no: era la disección. No de un animal cualquiera, no de un cuerpo anónimo bajo luces frías, sino de a ser humano vivo.
And no de cualquier ser.
De ella.
De Suzume.
Su amada. Su musa. Su criatura de latido and temblor.
Para Lucien, aquello no era un crimen, era arte. Su obra maestra. Su acto final. And ella, la actriz perfecta, entregada al papel sin saberlo.
El escenario era real. La sangre, auténtica.
El público, ausente, como debía ser.
En su mente, todo cobraba sentido: los gestos, los silencios, el bisturí que hablaba mejor que él. Ella no gritaba. No podía. En su versión de los hechos, Suzume comprendía. Suzume aplaudía.
Ella lo miraba desde las gradas, alentándolo a continuar, a encontrar el error que la había corrompido, and él sobre el escenario, sonreía bajo la mascarilla quirúrgica siguiendo la obra donde ahora él era el actor principal.
Lucien extrajo el corazón, aún latiendo débilmente, and lo colocó en una bandeja, admirándolo como una joya imperfecta.
—“Tan frágil” —murmuró, con los ojos brillantes, casi llorosos—. “And tan hermoso.”
Los intestinos, brillantes and resbaladizos, fueron retirados con cuidado, depositados en un frasco de formol que los hizo flotar como serpientes muertas. El hígado, oscuro and pesado, lo sostuvo en sus manos, buscando en sus pliegues alguna pista de su rechazo.
Suzume, milagrosamente, aún respiraba, un silbido agónico que desafiaba la lógica. Su cuerpo se negaba a rendirse, aunque su mente ya no estaba allí.
—“Estoy tan cerca…” —susurró Lucien, con el bisturí temblando sobre su cráneo—. “Sólo necesito extirpar tus pensamientos.”
Cortó la piel del cuero cabelludo, un corte limpio que dejó la sangre corriendo como ríos oscuros. Con una sierra fina, abrió el cráneo, el sonido como un lamento de metal. Los lóbulos cerebrales, expuestos, eran un mapa que él quería descifrar.
Dibujaba mientras cortaba, garabateando en su cuaderno negro, como un artista renacentista and un carnicero místico a la vez.
Quitaba la piel de su rostro, como si fuera una máscara. Dejó solo sus ojos, junto a la carne que le rodeaba.
—“Aquí estás” —dijo, tocando el tejido gris con una reverencia enfermiza—. “Aquí es donde me escondiste.”
Pasó una hora.
El acompañante de Suzume llegó al salón decorado con luces cálidas and globos dorados, el ponche servido, la música lenta comenzando a llenar el aire. Al principio, nada parecía fuera de lugar. Caminó con calma, buscando con la mirada entre los vestidos and los trajes planchados. Preguntó por ella.
—“¿Han visto a Suzume?” —dijo, acomodándose nerviosamente el cuello de la camisa.
—“Salió un momento” —respondió una amiga, frunciendo el ceño, como si recién se percatara de algo.
—“¿No estaba contigo?” —preguntó otro, mirando hacia la entrada.
—“Yo llegué tarde… pensé que ya estaría aquí…”
Hubo un pequeño silencio. De esos que no duran más de cinco segundos, pero que ensordecen.
—“Seguro fue al baño” —intervino alguien, tratando de restarle importancia.
—“¿And si se sintió mal?”
—“¿And si volvió a casa?”
—“¿Alguien la vio salir?”
Las respuestas eran todas conjeturas. El ambiente seguía siendo festivo, pero con una vibración sutil, incómoda, como una cuerda mal afinada en una orquesta. La gente seguía bailando. Riendo. Pero ya no con la misma soltura.
Veinte minutos después, el chico se acercó a una profesora.
—“Disculpe… no encuentro a Suzume. Sus amigas tampoco la han visto. No responde el móvil.”
La profesora intentó sonreír, con una calma ensayada.
—“Tal vez fue a su casa. A veces las chicas se abruman... ya sabes, los nervios.”
Pero algo en su voz tembló.
Se decidió llamar a su hogar. Una auxiliar del colegio se dirigió a la oficina con paso rápido. Marcó.
—“¿Hola? Buenas noches, ¿la señora Montreau?” —
—“Sí. ¿Quién habla?” —respondió la madre, con voz pausada.
—“Llamamos desde el colegio. Disculpe la hora. ¿Suzume está en casa?”
—“… ¿Cómo dice?”
—“Es que no la encontramos en el salón… Pensamos que quizás regresó...”
—“Pero si se fue hace más de una hora. Estaba emocionada. Salió bien vestida. Dijo que llegaría con su acompañante.”
Silencio.
—“¿Pasa algo?”
La auxiliar miró a la profesora. Ambas palidecieron.
Entonces comenzó el caos.
La noticia se deslizó por el salón como un perfume espeso. Primero un murmullo, luego un susurro cargado de urgencia.
El acompañante, con la cara descompuesta, caminaba entre los grupos:
—“¿La vieron? ¿Suzume? Por favor, ¿nadie la ha visto?”
La búsqueda empezó con torpeza: el jardín, los baños, los pasillos laterales. Nadie quería pronunciar la palabra desaparecida.
Los profesores intentaron calmar al alumnado.
—“Seguramente aparecerá, debe haberse confundido de lugar...”
—“Quédense tranquilos... por favor, no salgan del edificio.”
Pero sus ojos no sabían mentir. El miedo se les escapaba por las pupilas.
Las puertas del campus se cerraron con un golpe metálico.
Las cámaras se activaron.
Pero el laboratorio de Anatomía and disección —aislado, — no tenía conexión al circuito.
And nadie pensó en mirar allí.
Aún
En el Hospital, otra víctima de Lucien, abrió los ojos.
El dolor era un océano, pero su voluntad era un faro.
—“Lucien…” —balbuceó, con la voz rota, a la enfermera que ajustaba su intravenosa—. “Fue él…”
Dijo a la enfermera, refiriéndose a Lucien como el responsable de su ataque, aquel que había atentado contra su vida. Sin siquiera pensar que, ahora Lucien estaba implicado en algo más grande aún.
—“¿Qué dices, pequeño?” —preguntó ella, inclinándose.
—“Lucien… el fué quién me atacó…” —insistió, con los ojos brillando de furia and miedo.
La enfermera llamó al médico. El médico llamó a la policía.
En Bellgrave, un grupo de profesores, liderado por el doctor Vargas, se reunió en secreto.
—“Solo faltan un par de lugares por revisar” —dijo Vargas, con la voz baja, mirando los registros del laboratorio—. “El laboratorio es el único lugar que no hemos revisado…”
—“Pero el Laboratorio está cerrado con llave” —replicó Madame Lefèvre, aunque su tono era más débil que nunca—. “En la oficina hay una copia de emergencia...”
Dentro, Lucien envolvía la cabeza de Suzume en una tela blanca, como si fuera una reliquia sagrada.
—“Ahora sí” —susurró, mirándola con una ternura que apestaba a locura—. “Ahora estás conmigo. Por fin callaste al mundo.”
Los pasos resonaron fuera del laboratorio. Firmes. Reales.
Su corazón golpeó su pecho, un tambor de pánico. Las manos temblaron, esta vez no de emoción, sino de miedo.
Había olvidado algo. Un guante ensangrentado en el suelo. Una puerta entreabierta. Una gota de sangre que brillaba en el pomo.
No era un buen criminal.
Era un chico asustado, un devoto desesperado que había escrito una tragedia sin final.
And por primera vez, sintió el telón caer sobre él.
ACTO XI El amor estaba muerto. El arte, destripado.
En el centro del escenario, solo quedaba la evidencia muda de un horror que había sido escrito con sangre and bisturí, una tesis final de un estudiante que confundió la obsesión con la verdad.
Los pasillos de Bellgrave eran un caos de pasos frenéticos, linternas cortando la niebla como cuchillos, and voces que llamaban con una esperanza que sonaba a mentira.
—“¡Suzume!” —gritó una compañera, su voz quebrándose en el eco del vestíbulo.
—“¿Estás aquí?” —preguntó un alumno, con el teléfono temblando en su mano, la luz parpadeando sobre las paredes.
—“¿Alguien la vio salir?” —suplicó el acompañante de Suzume, con el rostro pálido and los ojos buscando en la oscuridad.
Pero nadie la había visto. Nadie la había escuchado. And el último que había hablado con ella… no estaba.
Lucien había desaparecido, un espectro que se desvaneció en la niebla.
El laboratorio de biología, cerrado como siempre, era un mausoleo que nadie consideraba. Un lugar para mentes meticulosas, donde el olor a formol and el crujir de los frascos con especímenes flotantes eran la norma.
—“Bien, revisaremos de rutina solamente, dudo que esto sirva de algo” —dijo el doctor Vargas, con la voz tensa, sosteniendo una copia de la llave que había sacado de la oficina—. “Solo por descartar.”
—“No estará ahí” —replicó Madame Lefèvre, aunque su tono carecía de certeza—. “¿Por qué estaría en ese lugar?”
—“No lo sé” —murmuró Miss Clara, apretando su collar como si fuera un talismán—. “Pero tenemos que estar seguros.”
No esperaban encontrar nada. Esperaban el silencio, el vacío, el alivio de un lugar descartado.
Lo que hallaron fue el fin del mundo.
El olor los golpeó primero, una nube densa que se pegaba a la garganta como un veneno. No era solo sangre, sino un hedor más profundo: óxido, formol, carne expuesta, un aroma a vísceras que no debían ver la luz. Ese olor particular que sientes en la carnicería. Pero que calentaba el aire, un cuerpo recién diseccionado.
—“Dios mío…” —susurró Vargas, deteniéndose en la puerta, con la mano temblando en el pomo.
La escena estaba congelada, como un cuadro pintado por un dios cruel.
En la camilla metálica, donde los estudiantes diseccionaban gatos and palomas, yacía el cuerpo destrozado de Suzume Claire Montreau. Su pecho estaba abierto, un corte quirúrgico que revelaba la cavidad torácica como un libro roto, las costillas partidas como ramas secas. Los brazos, dislocados, se extendían en una cruz grotesca, con los dedos rígidos and las uñas rotas, como si hubiera arañado la muerte misma.
El abdomen era una carta abierta, la piel cortada con precisión, dejando al descubierto un caos ordenado: intestinos enrollados como cuerdas húmedas, el hígado oscuro and brillante, los pulmones colapsados como globos desinflados. La sangre, seca en los bordes, formaba un charco viscoso bajo la camilla, goteando al suelo con un ritmo lento, casi musical, que olía a hierro and podredumbre.
Su cabeza no estaba.
Donde debería haber estado su rostro—sus ojos de cielo, su risa, su voz—había solo un vacío, un muñón de carne and hueso cerrado con precisión.
—“¡No!” —gritó una alumna, cayendo de rodillas, con las manos cubriendo la boca mientras el vómito subía por su garganta, un sonido húmedo que resonó en el silencio.
—“Esto… no es real” —balbuceó un chico, con el rostro blanco como cal, retrocediendo hasta chocar con la pared—. “Esto no puede ser real.”
La profesora Dubois se desmayó, su cuerpo desplomándose con un golpe sordo, mientras Miss Clara se aferraba al marco de la puerta, con la bilis quemándole la garganta.
—“¿Quién… quién hace esto?” —susurró Clara, con los ojos llenos de lágrimas, incapaz de apartar la vista del cuerpo mutilado.
La directora, de rodillas, apretaba los puños contra el suelo, con la respiración entrecortada.
—“Es un monstruo” —dijo, con la voz rota, mientras una gota de sudor se mezclaba con las lágrimas—. “Un maldito enfermo.”
Junto a la camilla, una serie de cajas de laboratorio, rotuladas con una caligrafía meticulosa, alineadas como trofeos. Cada una contenía un fragmento de Suzume: el corazón, pequeño and grisáceo, flotando en formol como una joya muerta; los pulmones, arrugados and pálidos, como pétalos marchitos; el hígado, pesado and oscuro, con vetas de sangre coagulada.
En una mesa cercana, una hoja mal escrita, manchada de sangre, con dibujos anatómicos de su rostro, cortes craneales trazados con precisión obsesiva. Anotaciones en letra minúscula, casi ilegible, como un evangelio de locura:
“Esta zona podría albergar la negación.”
“El lóbulo temporal parece resistente a la memoria afectiva.”
“El amor no murió, fue disecado.”
—“Es él” —dijo Vargas, con la voz temblando de furia and miedo, sosteniendo el cuaderno como si quemara—. “Es… la letra de Lucien.”
No había rastros de Lucien en el laboratorio. Solo su sombra, tallada en la escena como una cicatriz.
Una ventana lateral estaba abierta, dejando entrar la niebla que se arremolinaba como un espectro. Una bata ensangrentada colgaba de una silla, tiesa por la sangre seca, con un olor que mezclaba cloro and muerte. Huellas rojas, apenas visibles, conducían a la verja trasera, donde la hierba aplastada marcaba su huida.
—“Se fue” —dijo Lefèvre, con los ojos fijos en la ventana, como si pudiera convocarlo de vuelta—. “Se llevó… algo.”
El Bellgrave cerró esa noche.
La policía llegó en silencio, con luces apagadas para evitar el caos. Los medios, controlados al principio, estallaron antes del amanecer con titulares que cortaban como cuchillos:
“ALUMNA DE COLEGIO PRIVADO ASESINADA AND DISECADA.”
“SE BUSCA A ESTUDIANTE COMO PRINCIPAL SOSPECHOSO.”
“LOCURA EN BELLGRAVE: EL HORROR DE UNA MENTE BRILLANTE.”
En el hospital, Julien Auster recibió la noticia como un golpe en el pecho. No habló. Solo lloró, con lágrimas que quemaban más que el dolor de sus heridas.
—“Lo sabía” —susurró, con los puños apretados contra las sábanas—. “Lo vi… and no hice nada.”
La culpa era un veneno más cruel que cualquier toxina que Lucien hubiera destilado. Suzume, su amiga, su luz en el escenario, ahora era un estudio de anatomía, un mapa de obsesión, una víctima cuyo único error fue no ver al depredador que la miraba desde las sombras.
And Lucien, fundido en la niebla, caminaba hacia un horizonte que solo él veía.
Bajo el brazo, una caja pequeña, envuelta en gasas manchadas de sangre. Dentro, la cabeza de Suzume, preservada como una reliquia sagrada.
—“Ahora sí podemos estar juntos” —susurró, con la voz suave, como si le hablara a una amante dormida—. “Ya no hay nadie que te impida amarme.”
—“Ni siquiera tú” —añadió, con una sonrisa que era mitad devoción, mitad abismo.
En su mente, no huía. Caminaba hacia el final de su obra, un acto final donde el amor vencía a la muerte, donde Suzume, por fin, era suya.
Pero en el laboratorio, la sangre seca seguía cantando su verdad. And en el hospital, los ojos de Julien ardían con una promesa: encontrar al autor de esta tragedia and escribir su propio epílogo.
Los pasillos de Bellgrave eran un caos de pasos frenéticos, linternas cortando la niebla como cuchillos, and voces que llamaban con una esperanza que sonaba a mentira.
—“¡Suzume!” —gritó una compañera, su voz quebrándose en el eco del vestíbulo.
—“¿Estás aquí?” —preguntó un alumno, con el teléfono temblando en su mano, la luz parpadeando sobre las paredes.
—“¿Alguien la vio salir?” —suplicó el acompañante de Suzume, con el rostro pálido and los ojos buscando en la oscuridad.
Pero nadie la había visto. Nadie la había escuchado. And el último que había hablado con ella… no estaba.
Lucien había desaparecido, un espectro que se desvaneció en la niebla.
El laboratorio de biología, cerrado como siempre, era un mausoleo que nadie consideraba. Un lugar para mentes meticulosas, donde el olor a formol and el crujir de los frascos con especímenes flotantes eran la norma.
—“Bien, revisaremos de rutina solamente, dudo que esto sirva de algo” —dijo el doctor Vargas, con la voz tensa, sosteniendo una copia de la llave que había sacado de la oficina—. “Solo por descartar.”
—“No estará ahí” —replicó Madame Lefèvre, aunque su tono carecía de certeza—. “¿Por qué estaría en ese lugar?”
—“No lo sé” —murmuró Miss Clara, apretando su collar como si fuera un talismán—. “Pero tenemos que estar seguros.”
No esperaban encontrar nada. Esperaban el silencio, el vacío, el alivio de un lugar descartado.
Lo que hallaron fue el fin del mundo.
El olor los golpeó primero, una nube densa que se pegaba a la garganta como un veneno. No era solo sangre, sino un hedor más profundo: óxido, formol, carne expuesta, un aroma a vísceras que no debían ver la luz. Ese olor particular que sientes en la carnicería. Pero que calentaba el aire, un cuerpo recién diseccionado.
—“Dios mío…” —susurró Vargas, deteniéndose en la puerta, con la mano temblando en el pomo.
La escena estaba congelada, como un cuadro pintado por un dios cruel.
En la camilla metálica, donde los estudiantes diseccionaban gatos and palomas, yacía el cuerpo destrozado de Suzume Claire Montreau. Su pecho estaba abierto, un corte quirúrgico que revelaba la cavidad torácica como un libro roto, las costillas partidas como ramas secas. Los brazos, dislocados, se extendían en una cruz grotesca, con los dedos rígidos and las uñas rotas, como si hubiera arañado la muerte misma.
El abdomen era una carta abierta, la piel cortada con precisión, dejando al descubierto un caos ordenado: intestinos enrollados como cuerdas húmedas, el hígado oscuro and brillante, los pulmones colapsados como globos desinflados. La sangre, seca en los bordes, formaba un charco viscoso bajo la camilla, goteando al suelo con un ritmo lento, casi musical, que olía a hierro and podredumbre.
Su cabeza no estaba.
Donde debería haber estado su rostro—sus ojos de cielo, su risa, su voz—había solo un vacío, un muñón de carne and hueso cerrado con precisión.
—“¡No!” —gritó una alumna, cayendo de rodillas, con las manos cubriendo la boca mientras el vómito subía por su garganta, un sonido húmedo que resonó en el silencio.
—“Esto… no es real” —balbuceó un chico, con el rostro blanco como cal, retrocediendo hasta chocar con la pared—. “Esto no puede ser real.”
La profesora Dubois se desmayó, su cuerpo desplomándose con un golpe sordo, mientras Miss Clara se aferraba al marco de la puerta, con la bilis quemándole la garganta.
—“¿Quién… quién hace esto?” —susurró Clara, con los ojos llenos de lágrimas, incapaz de apartar la vista del cuerpo mutilado.
La directora, de rodillas, apretaba los puños contra el suelo, con la respiración entrecortada.
—“Es un monstruo” —dijo, con la voz rota, mientras una gota de sudor se mezclaba con las lágrimas—. “Un maldito enfermo.”
Junto a la camilla, una serie de cajas de laboratorio, rotuladas con una caligrafía meticulosa, alineadas como trofeos. Cada una contenía un fragmento de Suzume: el corazón, pequeño and grisáceo, flotando en formol como una joya muerta; los pulmones, arrugados and pálidos, como pétalos marchitos; el hígado, pesado and oscuro, con vetas de sangre coagulada.
En una mesa cercana, una hoja mal escrita, manchada de sangre, con dibujos anatómicos de su rostro, cortes craneales trazados con precisión obsesiva. Anotaciones en letra minúscula, casi ilegible, como un evangelio de locura:
“Esta zona podría albergar la negación.”
“El lóbulo temporal parece resistente a la memoria afectiva.”
“El amor no murió, fue disecado.”
—“Es él” —dijo Vargas, con la voz temblando de furia and miedo, sosteniendo el cuaderno como si quemara—. “Es… la letra de Lucien.”
No había rastros de Lucien en el laboratorio. Solo su sombra, tallada en la escena como una cicatriz.
Una ventana lateral estaba abierta, dejando entrar la niebla que se arremolinaba como un espectro. Una bata ensangrentada colgaba de una silla, tiesa por la sangre seca, con un olor que mezclaba cloro and muerte. Huellas rojas, apenas visibles, conducían a la verja trasera, donde la hierba aplastada marcaba su huida.
—“Se fue” —dijo Lefèvre, con los ojos fijos en la ventana, como si pudiera convocarlo de vuelta—. “Se llevó… algo.”
El Bellgrave cerró esa noche.
La policía llegó en silencio, con luces apagadas para evitar el caos. Los medios, controlados al principio, estallaron antes del amanecer con titulares que cortaban como cuchillos:
“ALUMNA DE COLEGIO PRIVADO ASESINADA AND DISECADA.”
“SE BUSCA A ESTUDIANTE COMO PRINCIPAL SOSPECHOSO.”
“LOCURA EN BELLGRAVE: EL HORROR DE UNA MENTE BRILLANTE.”
En el hospital, Julien Auster recibió la noticia como un golpe en el pecho. No habló. Solo lloró, con lágrimas que quemaban más que el dolor de sus heridas.
—“Lo sabía” —susurró, con los puños apretados contra las sábanas—. “Lo vi… and no hice nada.”
La culpa era un veneno más cruel que cualquier toxina que Lucien hubiera destilado. Suzume, su amiga, su luz en el escenario, ahora era un estudio de anatomía, un mapa de obsesión, una víctima cuyo único error fue no ver al depredador que la miraba desde las sombras.
And Lucien, fundido en la niebla, caminaba hacia un horizonte que solo él veía.
Bajo el brazo, una caja pequeña, envuelta en gasas manchadas de sangre. Dentro, la cabeza de Suzume, preservada como una reliquia sagrada.
—“Ahora sí podemos estar juntos” —susurró, con la voz suave, como si le hablara a una amante dormida—. “Ya no hay nadie que te impida amarme.”
—“Ni siquiera tú” —añadió, con una sonrisa que era mitad devoción, mitad abismo.
En su mente, no huía. Caminaba hacia el final de su obra, un acto final donde el amor vencía a la muerte, donde Suzume, por fin, era suya.
Pero en el laboratorio, la sangre seca seguía cantando su verdad. And en el hospital, los ojos de Julien ardían con una promesa: encontrar al autor de esta tragedia and escribir su propio epílogo.
ACTO XII - El telón ha caído
El telón ha caído, pero la tragedia se niega a terminar. El escenario está vacío, salvo por una criatura que ya no es hombre, sino un eco de su propia locura, un manuscrito destrozado donde el amor se ha podrido en un alarido que el mundo ignora.
Lucien d’Ossuaire no veía poesía en sus manos ensangrentadas. No ya. La epifanía llegó como un bisturí sin anestesia, rasgando los velos de gardenias and señales que su trastorno psiquiátrico había tejido durante años.
Suzume Claire Montreau estaba muerta.
No era una constelación, no una musa, no un reflejo de su alma. Era un cadáver destripado, un mapa de vísceras que él había trazado con dedos temblorosos, un lienzo de carne que apestaba a formol and traición.
La verdad no lo quebró. No había lágrimas, ni remordimiento, ni un atisbo de redención. Solo un odio viscoso, un veneno que se retorcía contra ella, contra la Suzume que lo había engañado, que lo había empujado a mancharse con su sangre, a sacrificar a Amandine, a Julien, a su propia cordura, para nada.
La caja bajo su brazo era un tumor, pesada con el peso de su maldición. Dentro, envuelta en gasas empapadas de sangre coagulada, la cabeza de Suzume era un trofeo envenenado, una reliquia que lo ataba al abismo.
El bosque a kilometros del campus, donde los robles retorcidos se alzaban como jueces mudos, era su refugio final. Lucien caminó entre la niebla, con la respiración entrecortada, el olor a tierra húmeda and podredumbre mezclándose con el hedor metálico que emanaba de la caja. Sus zapatos se hundían en el lodo, un chasquido húmedo que sonaba como huesos rompiéndose.
Se arrodilló bajo un roble cuya corteza parecía tallada con rostros gritando. Sus manos, aún manchadas de sangre seca, temblaban mientras abrían la caja. La cabeza de Suzume emergió, pálida como la cera, con los ojos cerrados and los labios entreabiertos, como si estuviera a punto de susurrar una última mentira. La gasa, pegada a la piel por la sangre and el formol, se desprendió con un sonido húmedo, dejando un rastro de carne descompuesta que olía a muerte and traición.
—“¿Por qué me obligaste?” —susurró Lucien, con la voz rota, no de amor, sino de una rabia que le quemaba las entrañas—. “Todo fue por ti. Todo.”
La miró con desprecio, los ojos inyectados de un odio que devoraba cualquier rastro de la devoción que alguna vez sintió. La culpa era un tumor en su pecho, no por haberla destrozado, sino por haber creído en sus señales, por haber construido un altar para una diosa falsa.
—“Me mentiste” —gruñó, apretando los dientes, con los dedos hundiéndose en la tierra como garras—. “Tus sonrisas, tus obras, tus lágrimas… todo era un engaño.”
Con las manos desnudas, cavó. La tierra, fría and viscosa, se metía bajo sus uñas, mezclándose con la sangre seca que aún llevaba en la piel, formando una pasta negra que olía a tumba abierta. El agujero creció, un útero oscuro que devoraría su error. Colocó la cabeza dentro, con un cuidado que contradecía su furia, como si una parte de él aún temiera profanarla. La cubrió con tierra, apisonándola con golpes que resonaban como martillazos, hasta que no quedó rastro, solo un montículo que la niebla pronto tragaría.
—“Descansa” —murmuró, con una risa hueca que sonó como un sollozo estrangulado—. “And déjame en paz.”
Huyó.
No miró atrás. Sus pasos eran un tambor descompuesto, resonando en el bosque como los de una bestia herida.
Viajó con lo que llevaba encima: un puñado de billetes arrugados, una chaqueta raída que olía a sudor and sangre, un cuaderno negro con páginas arrancadas, donde las palabras restantes sangraban tinta como heridas abiertas.
Llegó a su pueblo al amanecer, un lugar gris and olvidado que había abandonado meses atrás con una beca en el bolsillo and sueños de grandeza. La casa de sus padres, una estructura de madera carcomida, se alzaba como un mausoleo al borde de un camino desierto.
Golpeó la puerta, un sonido seco que cortó el silencio.
Monik Duval de d’Ossuaire la abrió, su rostro surcado por arrugas que el tiempo and la preocupación habían tallado. Lo miró, con los ojos vidriosos, atrapada entre el alivio and un terror que no podía nombrar.
—“¿Lucien…?” —susurró, con la voz temblando, como si temiera que fuera un espejismo.
Lucien sonrió, pero su sonrisa era un corte en la cara, una grieta que dejaba ver el vacío debajo.
—“Hola, mamá” —dijo, con una calma que apestaba a locura—. “Volví.”
Louis d’Ossuaire bajó las escaleras con pasos pesados, su figura imponente pero encorvada, como si llevara un peso invisible. No dijo nada, solo observó a su hijo con ojos que parecían contar las manchas de su alma.
—“Pasa” —dijo Monik, con la voz forzada, señalando el comedor—. “Siéntate. ¿Quieres comer algo?”
Lucien entró, dejando un rastro de tierra húmeda en el suelo. La casa olía a papel mojado, a recuerdos rancios, a una tensión que se pegaba a la piel como humedad. Se sentó, con las manos apretadas en el regazo, las uñas aún negras de tierra and sangre.
—“¿Dónde estuviste anoche?” —preguntó Monik, sosteniendo una taza de té que temblaba en sus manos, el vapor subiendo como un velo entre ellos.
—“En mi habitación del campus” —mintió Lucien, mirando al suelo, donde las tablas crujían como si acusaran—. “Luego… salí and tomé un tren.”
Louis no habló. Sus ojos, fijos en su hijo, eran un tribunal silencioso.
—“¿And por qué no llamaste antes?” —insistió Monik, con la voz quebrándose, como si temiera la respuesta—. “¿Por qué no nos avisaste?”
—“No lo sé” —respondió Lucien, encogiéndose de hombros, con una voz que sonaba hueca, como si viniera de un lugar muerto—. “No sabía si me querrían ver.”
El aire se espesó, un veneno invisible que llenaba la habitación. Monik and Louis intercambiaron una mirada, un destello de miedo que Lucien no vio, perdido en el eco de su propia mentira.
Lo que no sabía era que lo esperaban.
La policía había llamado esa madrugada, con voces bajas and preguntas que cortaban como bisturís. Su rostro estaba en las noticias, un retrato borroso que se repetía en cada canal junto al nombre de Suzume Claire Montreau.
—“Asesinato brutal en Bellgrave.”
—“Estudiante desaparecido, principal sospechoso.”
—“Un monstruo entre nosotros.”
Lucien ya no era el chico brillante, el orgullo de sus padres. Era un fugitivo, un nombre que apestaba a sangre and locura.
Tres golpes resonaron en la puerta, rítmicos, precisos, como el pulso de un verdugo.
Lucien se congeló. Su estómago se contrajo, un nudo de vísceras que amenazaba con deshacerse. Su corazón dio un paso atrás, latiendo en algún lugar fuera de su pecho.
Monik se levantó, con las manos temblando. Louis la siguió, su silencio más pesado que nunca.
Abrieron la puerta. Dos agentes, con uniformes que parecían absorber la luz, los miraron con una calma entrenada, como si ya hubieran visto demasiados finales como este.
—“Buenas tardes” —dijo el primero, un hombre de rostro curtido, con una voz que no admitía resistencia—. “¿Lucien d’Ossuaire?”
—“Sí…” —respondió Lucien, levantándose, con las manos temblando como si aún sostuvieran el bisturí.
—“Nos gustaría hablar contigo” —continuó el agente, con un tono que era casi amable, pero cargado de acero—. “Sobre la desaparición de una estudiante de tu colegio. Creemos que puedes ayudarnos con algunas preguntas.”
Nada del asesinato. Nada de vísceras, ni cajas, ni cabezas enterradas. No frente a los padres. No aún.
—“¿Qué ocurre?” —preguntó Lucien, con la voz quebrada, sus ojos buscando una salida que no existía.
—“Solo preguntas” —dijo el segundo agente, una mujer de mirada fría—. “Mejor si vienes con nosotros ahora.”
Monik and Louis no hablaron. No lo defendieron, no lo abrazaron. Solo lo miraron, como si vieran a un extraño, un cadáver que aún caminaba.
—“Lucien…” —susurró Monik, con una lágrima cayendo, pero sin moverse hacia él.
Lucien bajó la mirada. Asintió. Caminó hacia la puerta, con las manos temblando, la tierra bajo sus uñas como una confesión que no podía borrar.
Por primera vez, el mundo real lo alcanzó. No había guiones, ni bailes, ni gardenias que lo salvaran. Solo consecuencias, frías and afiladas como el bisturí que había empuñado.
En el hospital, Julien Auster, con el cuerpo cosido por cicatrices, miraba un televisor donde el rostro de Lucien se repetía como una maldición.
—“Pagarás” —susurró, con los puños apretados, la voz rota pero cargada de fuego.
El telón había caído, pero la tragedia de Lucien d’Ossuaire apenas comenzaba.
Lucien d’Ossuaire no veía poesía en sus manos ensangrentadas. No ya. La epifanía llegó como un bisturí sin anestesia, rasgando los velos de gardenias and señales que su trastorno psiquiátrico había tejido durante años.
Suzume Claire Montreau estaba muerta.
No era una constelación, no una musa, no un reflejo de su alma. Era un cadáver destripado, un mapa de vísceras que él había trazado con dedos temblorosos, un lienzo de carne que apestaba a formol and traición.
La verdad no lo quebró. No había lágrimas, ni remordimiento, ni un atisbo de redención. Solo un odio viscoso, un veneno que se retorcía contra ella, contra la Suzume que lo había engañado, que lo había empujado a mancharse con su sangre, a sacrificar a Amandine, a Julien, a su propia cordura, para nada.
La caja bajo su brazo era un tumor, pesada con el peso de su maldición. Dentro, envuelta en gasas empapadas de sangre coagulada, la cabeza de Suzume era un trofeo envenenado, una reliquia que lo ataba al abismo.
El bosque a kilometros del campus, donde los robles retorcidos se alzaban como jueces mudos, era su refugio final. Lucien caminó entre la niebla, con la respiración entrecortada, el olor a tierra húmeda and podredumbre mezclándose con el hedor metálico que emanaba de la caja. Sus zapatos se hundían en el lodo, un chasquido húmedo que sonaba como huesos rompiéndose.
Se arrodilló bajo un roble cuya corteza parecía tallada con rostros gritando. Sus manos, aún manchadas de sangre seca, temblaban mientras abrían la caja. La cabeza de Suzume emergió, pálida como la cera, con los ojos cerrados and los labios entreabiertos, como si estuviera a punto de susurrar una última mentira. La gasa, pegada a la piel por la sangre and el formol, se desprendió con un sonido húmedo, dejando un rastro de carne descompuesta que olía a muerte and traición.
—“¿Por qué me obligaste?” —susurró Lucien, con la voz rota, no de amor, sino de una rabia que le quemaba las entrañas—. “Todo fue por ti. Todo.”
La miró con desprecio, los ojos inyectados de un odio que devoraba cualquier rastro de la devoción que alguna vez sintió. La culpa era un tumor en su pecho, no por haberla destrozado, sino por haber creído en sus señales, por haber construido un altar para una diosa falsa.
—“Me mentiste” —gruñó, apretando los dientes, con los dedos hundiéndose en la tierra como garras—. “Tus sonrisas, tus obras, tus lágrimas… todo era un engaño.”
Con las manos desnudas, cavó. La tierra, fría and viscosa, se metía bajo sus uñas, mezclándose con la sangre seca que aún llevaba en la piel, formando una pasta negra que olía a tumba abierta. El agujero creció, un útero oscuro que devoraría su error. Colocó la cabeza dentro, con un cuidado que contradecía su furia, como si una parte de él aún temiera profanarla. La cubrió con tierra, apisonándola con golpes que resonaban como martillazos, hasta que no quedó rastro, solo un montículo que la niebla pronto tragaría.
—“Descansa” —murmuró, con una risa hueca que sonó como un sollozo estrangulado—. “And déjame en paz.”
Huyó.
No miró atrás. Sus pasos eran un tambor descompuesto, resonando en el bosque como los de una bestia herida.
Viajó con lo que llevaba encima: un puñado de billetes arrugados, una chaqueta raída que olía a sudor and sangre, un cuaderno negro con páginas arrancadas, donde las palabras restantes sangraban tinta como heridas abiertas.
Llegó a su pueblo al amanecer, un lugar gris and olvidado que había abandonado meses atrás con una beca en el bolsillo and sueños de grandeza. La casa de sus padres, una estructura de madera carcomida, se alzaba como un mausoleo al borde de un camino desierto.
Golpeó la puerta, un sonido seco que cortó el silencio.
Monik Duval de d’Ossuaire la abrió, su rostro surcado por arrugas que el tiempo and la preocupación habían tallado. Lo miró, con los ojos vidriosos, atrapada entre el alivio and un terror que no podía nombrar.
—“¿Lucien…?” —susurró, con la voz temblando, como si temiera que fuera un espejismo.
Lucien sonrió, pero su sonrisa era un corte en la cara, una grieta que dejaba ver el vacío debajo.
—“Hola, mamá” —dijo, con una calma que apestaba a locura—. “Volví.”
Louis d’Ossuaire bajó las escaleras con pasos pesados, su figura imponente pero encorvada, como si llevara un peso invisible. No dijo nada, solo observó a su hijo con ojos que parecían contar las manchas de su alma.
—“Pasa” —dijo Monik, con la voz forzada, señalando el comedor—. “Siéntate. ¿Quieres comer algo?”
Lucien entró, dejando un rastro de tierra húmeda en el suelo. La casa olía a papel mojado, a recuerdos rancios, a una tensión que se pegaba a la piel como humedad. Se sentó, con las manos apretadas en el regazo, las uñas aún negras de tierra and sangre.
—“¿Dónde estuviste anoche?” —preguntó Monik, sosteniendo una taza de té que temblaba en sus manos, el vapor subiendo como un velo entre ellos.
—“En mi habitación del campus” —mintió Lucien, mirando al suelo, donde las tablas crujían como si acusaran—. “Luego… salí and tomé un tren.”
Louis no habló. Sus ojos, fijos en su hijo, eran un tribunal silencioso.
—“¿And por qué no llamaste antes?” —insistió Monik, con la voz quebrándose, como si temiera la respuesta—. “¿Por qué no nos avisaste?”
—“No lo sé” —respondió Lucien, encogiéndose de hombros, con una voz que sonaba hueca, como si viniera de un lugar muerto—. “No sabía si me querrían ver.”
El aire se espesó, un veneno invisible que llenaba la habitación. Monik and Louis intercambiaron una mirada, un destello de miedo que Lucien no vio, perdido en el eco de su propia mentira.
Lo que no sabía era que lo esperaban.
La policía había llamado esa madrugada, con voces bajas and preguntas que cortaban como bisturís. Su rostro estaba en las noticias, un retrato borroso que se repetía en cada canal junto al nombre de Suzume Claire Montreau.
—“Asesinato brutal en Bellgrave.”
—“Estudiante desaparecido, principal sospechoso.”
—“Un monstruo entre nosotros.”
Lucien ya no era el chico brillante, el orgullo de sus padres. Era un fugitivo, un nombre que apestaba a sangre and locura.
Tres golpes resonaron en la puerta, rítmicos, precisos, como el pulso de un verdugo.
Lucien se congeló. Su estómago se contrajo, un nudo de vísceras que amenazaba con deshacerse. Su corazón dio un paso atrás, latiendo en algún lugar fuera de su pecho.
Monik se levantó, con las manos temblando. Louis la siguió, su silencio más pesado que nunca.
Abrieron la puerta. Dos agentes, con uniformes que parecían absorber la luz, los miraron con una calma entrenada, como si ya hubieran visto demasiados finales como este.
—“Buenas tardes” —dijo el primero, un hombre de rostro curtido, con una voz que no admitía resistencia—. “¿Lucien d’Ossuaire?”
—“Sí…” —respondió Lucien, levantándose, con las manos temblando como si aún sostuvieran el bisturí.
—“Nos gustaría hablar contigo” —continuó el agente, con un tono que era casi amable, pero cargado de acero—. “Sobre la desaparición de una estudiante de tu colegio. Creemos que puedes ayudarnos con algunas preguntas.”
Nada del asesinato. Nada de vísceras, ni cajas, ni cabezas enterradas. No frente a los padres. No aún.
—“¿Qué ocurre?” —preguntó Lucien, con la voz quebrada, sus ojos buscando una salida que no existía.
—“Solo preguntas” —dijo el segundo agente, una mujer de mirada fría—. “Mejor si vienes con nosotros ahora.”
Monik and Louis no hablaron. No lo defendieron, no lo abrazaron. Solo lo miraron, como si vieran a un extraño, un cadáver que aún caminaba.
—“Lucien…” —susurró Monik, con una lágrima cayendo, pero sin moverse hacia él.
Lucien bajó la mirada. Asintió. Caminó hacia la puerta, con las manos temblando, la tierra bajo sus uñas como una confesión que no podía borrar.
Por primera vez, el mundo real lo alcanzó. No había guiones, ni bailes, ni gardenias que lo salvaran. Solo consecuencias, frías and afiladas como el bisturí que había empuñado.
En el hospital, Julien Auster, con el cuerpo cosido por cicatrices, miraba un televisor donde el rostro de Lucien se repetía como una maldición.
—“Pagarás” —susurró, con los puños apretados, la voz rota pero cargada de fuego.
El telón había caído, pero la tragedia de Lucien d’Ossuaire apenas comenzaba.
ACTO XII Un cadáver que aún no sabe que ha muerto.
La sala de estar estaba llena de un humo invisible, un misma que no nacía de cigarrillos ni de fuego, sino de una familia que se quemaba desde dentro, sus lazos reducidos a cenizas bajo el peso de una verdad innombrable.
Lucien d’Ossuaire estaba de pie, rígido como un cadáver que aún no sabe que ha muerto. Sus brazos, tensos, temblaban, con las uñas clavadas en las palmas hasta que la sangre brotó, pequeñas gotas que manchaban el suelo de madera carcomida. Los agentes, plantados en el umbral como centinelas de un destino implacable, no lo tocaban. No aún.
Monik Duval de d’Ossuaire, con el rostro endurecido por años de sospechas que nunca quiso nombrar, se acercó. Rozó su brazo, un gesto que quería ser maternal pero temblaba de miedo.
La relación con sus padres siempre fue una fractura mal soldada.
Había entre ellos una distancia glacial, no solo física, sino existencial. Una familia solo en lo biológico, unida por la sangre como un crimen compartido.
Su madre nunca quiso su nacimiento.
Jamás.
Intentó abortarlo, incluso cuando ya era demasiado tarde, como si su sola presencia en el vientre le pareciera una invasión.
Su padre, por su parte, se negó hasta el último momento a reconocerlo como suyo.
—“Ese niño no es mío.”—decía con la frialdad de quien niega una deuda impaga.
Lucien pasó la mayor parte de su infancia saltando entre orfanatos, como una sombra sin apellido. And fue en esa intemperie afectiva donde encontró su refugio: el estudio. La ciencia.
La precisión de la biología, la lógica de la química, la mecánica pura del cuerpo humano.
Allí no había gritos.
Ni culpas.
Solo leyes.
Solo respuestas.
Se aferró a ello con la determinación de un náufrago a una tabla.And fue así, entregándose por completo al conocimiento, que ganó las becas que le abrieron puertas.Puertas que no llevaban al hogar, sino a algo mejor: al respeto. A la autonomía.A una vida lejos del ruido, del abandono, de todo.
Una vida que, irónicamente, lo convertiría —aunque ellos jamás lo dijeran en voz alta— en el orgullo de aquellos que nunca lo quisieron.
—“Lucien… hijo… ¿qué hiciste?” —preguntó, con la voz quebrada, como si cada palabra fuera un cristal roto en su garganta.
Lucien giró bruscamente, los ojos inyectados de un rojo febril, el rostro deformado por una ira que parecía surgir de un abismo más profundo que él mismo.
—“¿Qué hice?” —rugió, con la voz rasgando el aire como un bisturí—. “¡Lo que nadie tuvo el valor de hacer! ¡Lo que ustedes nunca entendieron!”
Louis d’Ossuaire dio un paso hacia él, su figura imponente pero encorvada, como si cargara el peso de un hijo que ya no reconocía.
—“Baja la voz, Lucien” —dijo, con un tono grave, casi suplicante—. “Por favor.”
—“¡Cállate tú!” —escupió Lucien, con los puños apretados, las venas hinchadas en el cuello—. “¡Siempre lo supiste! ¡Sabías que era distinto, que veía lo que nadie más veía, and nunca hiciste nada! ¡NUNCA HICISTE NADA!”
Los agentes se tensaron, sus manos acercándose a las esposas en sus cintos. Monik intentó calmarlo, con lágrimas rodando por su rostro, su voz un susurro roto.
—“No estás bien, Lucien” —dijo, extendiendo una mano que temblaba como una hoja en el viento—. “Por favor… solo dinos la verdad.”
Lucien rió, una risa seca, quebrada, como el crujir de huesos en un laboratorio vacío.
—“¿La verdad?” —gritó, con los ojos brillando de una furia que apestaba a locura—. “¡La verdad es que esa perra maldita me destruyó! ¡Suzume Claire Montreau! ¡Ella! ¡Ustedes! ¡Todos!”
El silencio cayó como un yunque, tan absoluto que pareció detener el tiempo. El aire se volvió espeso, cargado de un hedor intangible a podredumbre and traición.
Los agentes se miraron, un asentimiento silencioso que selló el destino de Lucien. Ya no era una visita de rutina. Era una confesión, cruda, irracional, pero innegable.
—“Lucien d’Ossuairel” —dijo el primer agente, un hombre de rostro curtido, con una voz que cortaba como acero frío—. “Queda arrestado por presunta participación en la desaparición and asesinato de Suzume Claire Montreau. Tiene derecho a guardar silencio. Todo lo que diga podrá ser usado en su contra.”
—“¡No! ¡No me toquen!” —gritó Lucien, retrocediendo, con los ojos desorbitados, como un animal atrapado—. “¡No entienden nada! ¡Ella me buscaba! ¡Ella me necesitaba! ¡Yo la amaba!”
Intentó correr, sus pasos torpes chocando contra una mesa, derribando una lámpara que se estrelló en el suelo con un estallido de vidrio. El segundo agente, una mujer de mirada fría, lo sujetó del brazo con fuerza implacable. Lucien se debatió, arañando el aire, su cuerpo contorsionándose como una bestia herida, con la saliva goteando de su boca mientras rugía.
—“¡Mamá! ¡Papá! ¡No me entreguen!” —aulló, con la voz quebrándose en un lamento desesperado—. “¡No hice nada malo! ¡Ella lo merecía! ¡Ella no quería verme!”
Monik gritó, un alarido que rasgó el aire, corriendo tras los agentes mientras arrastraban a su hijo hacia el coche policial.
—“¡Mi hijo no es un monstruo!” —sollozó, con las manos arañando el aire, como si pudiera arrancar a Lucien de su destino—. “¡Lucien! ¡Lucien, por favor…!”
Louis permaneció inmóvil, con los ojos fijos en la escena, su rostro una máscara de piedra tallada por la culpa and la derrota. Los vecinos, alertados por los gritos, asomaban desde sus ventanas, las cortinas moviéndose como fantasmas que observaban el fin de una familia.
Lucien, esposado, fue empujado al asiento trasero del coche, atrapado entre los dos agentes. Miraba por la ventana, con el rostro inexpresivo, mientras el paisaje pasaba lento: casas descoloridas, árboles desnudos, antenas recortadas contra un cielo gris que parecía sangrar.
En su mente, el telón subía de nuevo.
Vio a Suzume en el escenario, bañada en luz dorada, con los hombros brillando como alas rotas. Recordó su llanto en la fuente, la sonrisa que había interpretado como un código, el guiño que había sido solo un reflejo.
And luego, el bisturí.
El acero frío cortando carne, el calor de la sangre, el crujido de los huesos.
La tierra húmeda tragando su cabeza, con los ojos cerrados and los labios entreabiertos, un trofeo que apestaba a formol and traición.
Una sonrisa pequeña, torcida, escapó de sus labios. No era alegría, ni alivio, ni locura. Era la mueca de un hombre que ya no distinguía entre el escenario and el abismo.
La historia estaba escrita. La cabeza, enterrada. La verdad, tallada en un cuerpo destrozado.
La obra había terminado.
En el hospital, Julien Auster miraba un televisor donde el rostro de Lucien se repetía como una maldición. Sus manos, aún marcadas por las cicatrices de su propio encuentro con el bisturí, temblaban de furia.
—“Te encontraron” —susurró, con la voz rota pero cargada de un fuego que no se apagaba—. “And pagarás por ella.”
En Bellgrave, el laboratorio seguía sellado, un mausoleo de sangre seca and anotaciones dementes. Los titulares gritaban, los estudiantes lloraban, and el nombre de Suzume Claire Montreau se convertía en un eco que nadie olvidaría.
Lucien, esposado en el coche, no miraba a los agentes, ni al pueblo que dejaba atrás. Solo veía el rostro de Suzume, grabado en su mente como una herida que nunca cerraría.
El mundo real lo había atrapado, and no había telón que lo salvara.
Lucien d’Ossuaire estaba de pie, rígido como un cadáver que aún no sabe que ha muerto. Sus brazos, tensos, temblaban, con las uñas clavadas en las palmas hasta que la sangre brotó, pequeñas gotas que manchaban el suelo de madera carcomida. Los agentes, plantados en el umbral como centinelas de un destino implacable, no lo tocaban. No aún.
Monik Duval de d’Ossuaire, con el rostro endurecido por años de sospechas que nunca quiso nombrar, se acercó. Rozó su brazo, un gesto que quería ser maternal pero temblaba de miedo.
La relación con sus padres siempre fue una fractura mal soldada.
Había entre ellos una distancia glacial, no solo física, sino existencial. Una familia solo en lo biológico, unida por la sangre como un crimen compartido.
Su madre nunca quiso su nacimiento.
Jamás.
Intentó abortarlo, incluso cuando ya era demasiado tarde, como si su sola presencia en el vientre le pareciera una invasión.
Su padre, por su parte, se negó hasta el último momento a reconocerlo como suyo.
—“Ese niño no es mío.”—decía con la frialdad de quien niega una deuda impaga.
Lucien pasó la mayor parte de su infancia saltando entre orfanatos, como una sombra sin apellido. And fue en esa intemperie afectiva donde encontró su refugio: el estudio. La ciencia.
La precisión de la biología, la lógica de la química, la mecánica pura del cuerpo humano.
Allí no había gritos.
Ni culpas.
Solo leyes.
Solo respuestas.
Se aferró a ello con la determinación de un náufrago a una tabla.And fue así, entregándose por completo al conocimiento, que ganó las becas que le abrieron puertas.Puertas que no llevaban al hogar, sino a algo mejor: al respeto. A la autonomía.A una vida lejos del ruido, del abandono, de todo.
Una vida que, irónicamente, lo convertiría —aunque ellos jamás lo dijeran en voz alta— en el orgullo de aquellos que nunca lo quisieron.
—“Lucien… hijo… ¿qué hiciste?” —preguntó, con la voz quebrada, como si cada palabra fuera un cristal roto en su garganta.
Lucien giró bruscamente, los ojos inyectados de un rojo febril, el rostro deformado por una ira que parecía surgir de un abismo más profundo que él mismo.
—“¿Qué hice?” —rugió, con la voz rasgando el aire como un bisturí—. “¡Lo que nadie tuvo el valor de hacer! ¡Lo que ustedes nunca entendieron!”
Louis d’Ossuaire dio un paso hacia él, su figura imponente pero encorvada, como si cargara el peso de un hijo que ya no reconocía.
—“Baja la voz, Lucien” —dijo, con un tono grave, casi suplicante—. “Por favor.”
—“¡Cállate tú!” —escupió Lucien, con los puños apretados, las venas hinchadas en el cuello—. “¡Siempre lo supiste! ¡Sabías que era distinto, que veía lo que nadie más veía, and nunca hiciste nada! ¡NUNCA HICISTE NADA!”
Los agentes se tensaron, sus manos acercándose a las esposas en sus cintos. Monik intentó calmarlo, con lágrimas rodando por su rostro, su voz un susurro roto.
—“No estás bien, Lucien” —dijo, extendiendo una mano que temblaba como una hoja en el viento—. “Por favor… solo dinos la verdad.”
Lucien rió, una risa seca, quebrada, como el crujir de huesos en un laboratorio vacío.
—“¿La verdad?” —gritó, con los ojos brillando de una furia que apestaba a locura—. “¡La verdad es que esa perra maldita me destruyó! ¡Suzume Claire Montreau! ¡Ella! ¡Ustedes! ¡Todos!”
El silencio cayó como un yunque, tan absoluto que pareció detener el tiempo. El aire se volvió espeso, cargado de un hedor intangible a podredumbre and traición.
Los agentes se miraron, un asentimiento silencioso que selló el destino de Lucien. Ya no era una visita de rutina. Era una confesión, cruda, irracional, pero innegable.
—“Lucien d’Ossuairel” —dijo el primer agente, un hombre de rostro curtido, con una voz que cortaba como acero frío—. “Queda arrestado por presunta participación en la desaparición and asesinato de Suzume Claire Montreau. Tiene derecho a guardar silencio. Todo lo que diga podrá ser usado en su contra.”
—“¡No! ¡No me toquen!” —gritó Lucien, retrocediendo, con los ojos desorbitados, como un animal atrapado—. “¡No entienden nada! ¡Ella me buscaba! ¡Ella me necesitaba! ¡Yo la amaba!”
Intentó correr, sus pasos torpes chocando contra una mesa, derribando una lámpara que se estrelló en el suelo con un estallido de vidrio. El segundo agente, una mujer de mirada fría, lo sujetó del brazo con fuerza implacable. Lucien se debatió, arañando el aire, su cuerpo contorsionándose como una bestia herida, con la saliva goteando de su boca mientras rugía.
—“¡Mamá! ¡Papá! ¡No me entreguen!” —aulló, con la voz quebrándose en un lamento desesperado—. “¡No hice nada malo! ¡Ella lo merecía! ¡Ella no quería verme!”
Monik gritó, un alarido que rasgó el aire, corriendo tras los agentes mientras arrastraban a su hijo hacia el coche policial.
—“¡Mi hijo no es un monstruo!” —sollozó, con las manos arañando el aire, como si pudiera arrancar a Lucien de su destino—. “¡Lucien! ¡Lucien, por favor…!”
Louis permaneció inmóvil, con los ojos fijos en la escena, su rostro una máscara de piedra tallada por la culpa and la derrota. Los vecinos, alertados por los gritos, asomaban desde sus ventanas, las cortinas moviéndose como fantasmas que observaban el fin de una familia.
Lucien, esposado, fue empujado al asiento trasero del coche, atrapado entre los dos agentes. Miraba por la ventana, con el rostro inexpresivo, mientras el paisaje pasaba lento: casas descoloridas, árboles desnudos, antenas recortadas contra un cielo gris que parecía sangrar.
En su mente, el telón subía de nuevo.
Vio a Suzume en el escenario, bañada en luz dorada, con los hombros brillando como alas rotas. Recordó su llanto en la fuente, la sonrisa que había interpretado como un código, el guiño que había sido solo un reflejo.
And luego, el bisturí.
El acero frío cortando carne, el calor de la sangre, el crujido de los huesos.
La tierra húmeda tragando su cabeza, con los ojos cerrados and los labios entreabiertos, un trofeo que apestaba a formol and traición.
Una sonrisa pequeña, torcida, escapó de sus labios. No era alegría, ni alivio, ni locura. Era la mueca de un hombre que ya no distinguía entre el escenario and el abismo.
La historia estaba escrita. La cabeza, enterrada. La verdad, tallada en un cuerpo destrozado.
La obra había terminado.
En el hospital, Julien Auster miraba un televisor donde el rostro de Lucien se repetía como una maldición. Sus manos, aún marcadas por las cicatrices de su propio encuentro con el bisturí, temblaban de furia.
—“Te encontraron” —susurró, con la voz rota pero cargada de un fuego que no se apagaba—. “And pagarás por ella.”
En Bellgrave, el laboratorio seguía sellado, un mausoleo de sangre seca and anotaciones dementes. Los titulares gritaban, los estudiantes lloraban, and el nombre de Suzume Claire Montreau se convertía en un eco que nadie olvidaría.
Lucien, esposado en el coche, no miraba a los agentes, ni al pueblo que dejaba atrás. Solo veía el rostro de Suzume, grabado en su mente como una herida que nunca cerraría.
El mundo real lo había atrapado, and no había telón que lo salvara.
EPÍLOGO
I. EL ECO DEL SILENCIO
El Colegio Bellgrave, alguna vez emblema de élite and excelencia, despertó un día convertido en ruina simbólica.
Las cámaras mostraban sus muros tapizados de hiedra como si quisieran esconder la podredumbre.
Las palabras “complicidad”, “negligencia”, “encubrimiento” comenzaron a llover como hojas negras desde todos los rincones del país.
Los padres de Suzume Claire Montreau denunciaron.
And con razón.
No por venganza.
Sino por justicia.
Porque el cuerpo de su hija no debió aparecer en una sala de ciencias.
Porque un muchacho perturbado no debió tener acceso a tanto.
Porque los maestros sabían.
Porque callaron.
And ese silencio… fue otra forma de asesinato.
II. JULIEN
Julien caminaba con una muleta, aún pálido, aún con los puntos de sutura como hilos cruzando su cuerpo. Una mano destrozada, inútil, sin tendones.
Pero lo peor no estaba en su cuerpo.
Estaba en su lengua.
Esa lengua que no habló a tiempo.
Esa conciencia que susurraba cada noche en su oído:
—“Podrías haberla salvado.”
No daba entrevistas.
No contestaba mensajes.
Solo asistía al juicio, al borde de la sala, viendo a Lucien desde la distancia.
Al verlo entrar, siempre esposado, cabeza baja, mirada desvanecida,
sentía algo aún peor que el odio: pena.
Porque Lucien había sido un genio.
Un raro.
Un chico dañado, sí.
Pero no un demonio desde el inicio.
Era una mente fracturada.
Una víctima de sí mismo.
And nadie lo había visto venir.
III. LA OPINIÓN PÚBLICA
El caso recorrió el mundo.
Un adolescente brillante, enamorado de una chica a la que apenas conocía,
convencido de un amor que nunca existió.
Y la consecuencia brutal de esa mentira interna:
un feminicidio disfrazado de tragedia romántica.
Hubo quienes lo llamaron “el asesino artista”.
Otros, “el psicópata romántico”.
Los medios hicieron festín.
Pero la verdad era más simple.
And más triste:
Era un muchacho enfermo.
De esos que el sistema escolar no sabe ver.
De esos que sonríen en el pasillo and diseccionan en su mente.
De esos que aman una idea, no una persona.
And nadie lo detuvo.
Porque era “raro, pero brillante”.
Porque era “solitario, pero talentoso”.
Porque su oscuridad era silenciosa.
IV. SUZUME
And ella.
Ella fue un símbolo.
Suzume Claire Montreau.
La actriz.
La artista.
La voz en el escenario que jamás debió apagarse.
Sus padres transformaron su dolor en causa.
Fundaron una organización de ayuda para víctimas de acoso, para prevenir la erotomanía, para detectar señales de obsesión peligrosa.
El nombre de Suzume no quedó en una lápida.
Se volvió un grito.
Un himno.
Una advertencia.
EPÍLOGO FINAL
La obsesión de Lucien no fue amor.
Fue hambre.
Fue necesidad.
Fue una ilusión tan sólida que aplastó la realidad.
Se enamoró de lo que tenía en la cabeza.
No del alma de Suzume,
sino de la idea.
La proyección.
El eco de una caricia que nunca existió.
And por no distinguir amor de delirio,
terminó abrazando solo la muerte.
El Colegio Bellgrave, alguna vez emblema de élite and excelencia, despertó un día convertido en ruina simbólica.
Las cámaras mostraban sus muros tapizados de hiedra como si quisieran esconder la podredumbre.
Las palabras “complicidad”, “negligencia”, “encubrimiento” comenzaron a llover como hojas negras desde todos los rincones del país.
Los padres de Suzume Claire Montreau denunciaron.
And con razón.
No por venganza.
Sino por justicia.
Porque el cuerpo de su hija no debió aparecer en una sala de ciencias.
Porque un muchacho perturbado no debió tener acceso a tanto.
Porque los maestros sabían.
Porque callaron.
And ese silencio… fue otra forma de asesinato.
II. JULIEN
Julien caminaba con una muleta, aún pálido, aún con los puntos de sutura como hilos cruzando su cuerpo. Una mano destrozada, inútil, sin tendones.
Pero lo peor no estaba en su cuerpo.
Estaba en su lengua.
Esa lengua que no habló a tiempo.
Esa conciencia que susurraba cada noche en su oído:
—“Podrías haberla salvado.”
No daba entrevistas.
No contestaba mensajes.
Solo asistía al juicio, al borde de la sala, viendo a Lucien desde la distancia.
Al verlo entrar, siempre esposado, cabeza baja, mirada desvanecida,
sentía algo aún peor que el odio: pena.
Porque Lucien había sido un genio.
Un raro.
Un chico dañado, sí.
Pero no un demonio desde el inicio.
Era una mente fracturada.
Una víctima de sí mismo.
And nadie lo había visto venir.
III. LA OPINIÓN PÚBLICA
El caso recorrió el mundo.
Un adolescente brillante, enamorado de una chica a la que apenas conocía,
convencido de un amor que nunca existió.
Y la consecuencia brutal de esa mentira interna:
un feminicidio disfrazado de tragedia romántica.
Hubo quienes lo llamaron “el asesino artista”.
Otros, “el psicópata romántico”.
Los medios hicieron festín.
Pero la verdad era más simple.
And más triste:
Era un muchacho enfermo.
De esos que el sistema escolar no sabe ver.
De esos que sonríen en el pasillo and diseccionan en su mente.
De esos que aman una idea, no una persona.
And nadie lo detuvo.
Porque era “raro, pero brillante”.
Porque era “solitario, pero talentoso”.
Porque su oscuridad era silenciosa.
IV. SUZUME
And ella.
Ella fue un símbolo.
Suzume Claire Montreau.
La actriz.
La artista.
La voz en el escenario que jamás debió apagarse.
Sus padres transformaron su dolor en causa.
Fundaron una organización de ayuda para víctimas de acoso, para prevenir la erotomanía, para detectar señales de obsesión peligrosa.
El nombre de Suzume no quedó en una lápida.
Se volvió un grito.
Un himno.
Una advertencia.
EPÍLOGO FINAL
La obsesión de Lucien no fue amor.
Fue hambre.
Fue necesidad.
Fue una ilusión tan sólida que aplastó la realidad.
Se enamoró de lo que tenía en la cabeza.
No del alma de Suzume,
sino de la idea.
La proyección.
El eco de una caricia que nunca existió.
And por no distinguir amor de delirio,
terminó abrazando solo la muerte.
PRIMER INFORME CLÍNICO – FRAGMENTO
PRIMER INFORME CLÍNICO – FRAGMENTO
Caso: Lucien d’Ossuaire
Edad: 15 años
Diagnóstico: Trastorno delirante, subtipo erotomaníaco (F22.0 – CIE-10)
“No estaba enamorado.
No de ella.
Estaba enamorado del eco de sus propias alucinaciones.”
I. DEFINICIÓN CLÍNICA
La erotomanía, también conocida como síndrome de Clérambault, es un trastorno delirante de tipo afectivo.
Se caracteriza por la creencia firme, persistente e inamovible de que otra persona —por lo general de estatus más alto, admirada, inalcanzable— está secretamente enamorada del paciente.
Esta convicción no responde a argumentos racionales, ni se desvanece con pruebas contrarias.
El sujeto interpreta señales banales como confirmaciones inequívocas: una mirada, una sonrisa, una línea de diálogo en una obra de teatro.
Todo encaja. Todo confirma su creencia.
Nada la contradice, salvo el mundo.
II. MANIFESTACIÓN EN LUCIEN
En Lucien d’Ossuaire, el cuadro se manifestó de forma progresiva, silenciosa and letal.
El detonante aparente fue un evento menor:
una chica —Suzume Claire Montreau— llorando en una fuente del colegio.
Ella lo miró.
Él interpretó.
And la realidad comenzó a fragmentarse.
Lucien, al ser un adolescente brillante pero emocionalmente aislado, con dificultades en la regulación afectiva and un entorno que premiaba su inteligencia sin atender a su desconexión social, encontró en Suzume una figura perfecta:
inaccesible, magnética, simbólica.
Pronto, su mente comenzó a tejer una narrativa compleja donde ella le correspondía en secreto.
Los gestos en escena, las palabras de sus personajes, incluso su sonrisa casual, eran —en su percepción delirante— mensajes encriptados para él.
Cuando ella no respondía, él no dudaba de su amor, sino que construía un nuevo enemigo:
alguien debía estar impidiendo que se encontraran.
Ese enemigo, primero vago, luego encarnado en personas concretas —Amandine, Julien— se volvió el objetivo de su violencia justificada, ritual, quirúrgica.
III. DESARROLLO AND DEGRADACIÓN
Con el tiempo, la erotomanía de Lucien se fusionó con elementos paranoides and megalomaníacos.
Comenzó a sentirse elegido, destinado, como si él and Suzume fueran los protagonistas de una historia superior, casi mística.
Al no recibir reciprocidad, no dudó de sí mismo:
dudó del mundo.
And el delirio se radicalizó.
“Ella no me rechaza porque no me ama.
Me rechaza porque está contaminada.
Envenenada por lo que la rodea.”
And al final, incluso eso fue insuficiente.
Cuando Suzume misma mostró miedo, rechazo, indiferencia...
ya no era ella.
Era otra.
Un impostor.
Una traidora.
And eso selló su destino.
IV. NOTAS COMPLEMENTARIAS
– No hubo síntomas previos evidentes, lo cual es común en cuadros delirantes de aparición en la adolescencia.
– Lucien nunca perdió la lógica estructural del lenguaje, lo que dificultó detectar el trastorno.
– Su capacidad cognitiva elevada ocultó la disfunción emocional.
– La falta de intervención temprana fue clave en la escalada del cuadro.
V. CONCLUSIÓN
Lucien no mató por celos.
Ni por rabia.
Mató por amor.
Pero un amor que no existía.
No fue locura repentina,
sino una mentira largamente sostenida por su propia mente.
Una ficción tan perfectamente tejida,
que acabó devorando la realidad misma.
And Suzume,
la chica real,
la que reía, actuaba and vivía…
nunca supo que existía esa otra versión de ella,
en la cabeza de un muchacho
que nunca aprendió a amar
sin deformar.
Caso: Lucien d’Ossuaire
Edad: 15 años
Diagnóstico: Trastorno delirante, subtipo erotomaníaco (F22.0 – CIE-10)
“No estaba enamorado.
No de ella.
Estaba enamorado del eco de sus propias alucinaciones.”
I. DEFINICIÓN CLÍNICA
La erotomanía, también conocida como síndrome de Clérambault, es un trastorno delirante de tipo afectivo.
Se caracteriza por la creencia firme, persistente e inamovible de que otra persona —por lo general de estatus más alto, admirada, inalcanzable— está secretamente enamorada del paciente.
Esta convicción no responde a argumentos racionales, ni se desvanece con pruebas contrarias.
El sujeto interpreta señales banales como confirmaciones inequívocas: una mirada, una sonrisa, una línea de diálogo en una obra de teatro.
Todo encaja. Todo confirma su creencia.
Nada la contradice, salvo el mundo.
II. MANIFESTACIÓN EN LUCIEN
En Lucien d’Ossuaire, el cuadro se manifestó de forma progresiva, silenciosa and letal.
El detonante aparente fue un evento menor:
una chica —Suzume Claire Montreau— llorando en una fuente del colegio.
Ella lo miró.
Él interpretó.
And la realidad comenzó a fragmentarse.
Lucien, al ser un adolescente brillante pero emocionalmente aislado, con dificultades en la regulación afectiva and un entorno que premiaba su inteligencia sin atender a su desconexión social, encontró en Suzume una figura perfecta:
inaccesible, magnética, simbólica.
Pronto, su mente comenzó a tejer una narrativa compleja donde ella le correspondía en secreto.
Los gestos en escena, las palabras de sus personajes, incluso su sonrisa casual, eran —en su percepción delirante— mensajes encriptados para él.
Cuando ella no respondía, él no dudaba de su amor, sino que construía un nuevo enemigo:
alguien debía estar impidiendo que se encontraran.
Ese enemigo, primero vago, luego encarnado en personas concretas —Amandine, Julien— se volvió el objetivo de su violencia justificada, ritual, quirúrgica.
III. DESARROLLO AND DEGRADACIÓN
Con el tiempo, la erotomanía de Lucien se fusionó con elementos paranoides and megalomaníacos.
Comenzó a sentirse elegido, destinado, como si él and Suzume fueran los protagonistas de una historia superior, casi mística.
Al no recibir reciprocidad, no dudó de sí mismo:
dudó del mundo.
And el delirio se radicalizó.
“Ella no me rechaza porque no me ama.
Me rechaza porque está contaminada.
Envenenada por lo que la rodea.”
And al final, incluso eso fue insuficiente.
Cuando Suzume misma mostró miedo, rechazo, indiferencia...
ya no era ella.
Era otra.
Un impostor.
Una traidora.
And eso selló su destino.
IV. NOTAS COMPLEMENTARIAS
– No hubo síntomas previos evidentes, lo cual es común en cuadros delirantes de aparición en la adolescencia.
– Lucien nunca perdió la lógica estructural del lenguaje, lo que dificultó detectar el trastorno.
– Su capacidad cognitiva elevada ocultó la disfunción emocional.
– La falta de intervención temprana fue clave en la escalada del cuadro.
V. CONCLUSIÓN
Lucien no mató por celos.
Ni por rabia.
Mató por amor.
Pero un amor que no existía.
No fue locura repentina,
sino una mentira largamente sostenida por su propia mente.
Una ficción tan perfectamente tejida,
que acabó devorando la realidad misma.
And Suzume,
la chica real,
la que reía, actuaba and vivía…
nunca supo que existía esa otra versión de ella,
en la cabeza de un muchacho
que nunca aprendió a amar
sin deformar.